En Cómo acabar de una vez por todas con la cultura -que si no es su mejor libro, es desde luego el más divertido-, dice Woody Allen que un mafioso es fácil de reconocer porque es el único que sigue comiendo cuando al tipo de al lado le cae un ancla encima. Qué buena definición para el PP: ahí están todos sentados, en su banquete permanente, cuando cae con gran estrépito un ancla en la cabeza de Bárcenas, y siguen comiendo, tan ricamente. Al rato, cae otra encima de Granados y el comensal de al lado le pide el salero al de enfrente.

Y así transcurre el ágape, tan a gustito, sin que nadie muestre la menor sorpresa. “Es que en todos los restaurantes llueven anclas”, dicen muy convencidos. Y si les aprietas un poco, te aseguran que no es para tanto, que son anclas aisladas y que la última que ha caído es la última que va a caer, porque nadie ha luchado tanto como ellos para que no suceda más.

Aún no han acabado de decirlo, y otro pedazo de ancla aplasta a Ignacio González, y el de al lado aparta los trozos de carne que le han caído en su langosta thermidor y sigue comiéndosela, que está bien buena.

Circulan por ahí diversos recuentos de anclas que se han desplomado en estos años en ese restaurante, pero ya es difícil dar una cifra exacta: 800, 900, algo así. Y algunos súbditos -la plebe, siempre tan ingrata-, que han descubierto que el menú lo pagan ellos, y que además es muy caro, se preguntan a qué esperan para cerrar ese restaurante o, por lo menos, a llevárselo entero con una grúa a Soto del Real. Pero la comilona continúa, como si tal cosa.

En ese relato de mafiosos, Woody Allen habla también de un padrino al que llamaban Lucky (Afortunado), porque sobrevivió a la explosión de una bomba escondida en su sombrero... cuando lo llevaba puesto (la única secuela que le quedó es que para dormir tenía que coger a alguien de la mano). Y caemos en la cuenta de que igual de cerca le ha explosionado la corrupción a don Mariano, y ahí sigue, tan pichi, pidiendo más raciones para todos.