seis días después del referéndum resulta difícil aventurar por dónde va a discurrir la cuestión catalana. De entrada, sabemos que el PP, como principal responsable de este gigantesco desencuentro, no es el mejor actor para solucionarlo. Y ahí reside buena parte del problema, porque un amplísimo sector de la sociedad catalana tiene interiorizado desde hace tiempo que un partido que se baña en su propio lodazal de corrupción no es desde luego el idóneo para recetar las medidas que aclaren el panorama. Mucho menos lo es la anacrónica figura del rey, cuya solemne apelación a la legalidad mientras su hermana y su cuñado se ríen de la justicia desde su confortable domicilio en Suiza, es poco menos que una provocación. Como lo son las andanadas en forma de amenazas que sueltan a diario portavoces peperos más o menos autorizados, que lo mismo acusan al independentismo de querer que haya muertos, que piden que se suspenda por las bravas la autonomía de Catalunya o demandan la intervención del ejército. A este comportamiento macarra se ha sumado ahora la estrategia del miedo, sin duda más eficaz que el aporreamiento indiscriminado de la ciudadanía. Son empresas como Gas Natural, cuyo consejo de administración pagó más de medio millón de euros a Felipe González en solo cuatro años, las que han iniciado la deserción de Catalunya, facilitada por la alfombra roja que puso ayer el Consejo de Ministros para que cualquier compañía traslade su domicilio social. Esta fuga de capital es un golpe en la línea de flotación del independentismo y quién sabe si puede aplazar sine die el plan secesionista. No obstante, incluso si se diera este escenario, el Estado español seguirá teniendo un conflicto monumental con la mayoría del pueblo catalán, que deberá resolver desde el diálogo. Y para que este sea fructífero, es imprescindible que la interlocución no recaiga en Rajoy, porque sería algo parecido a mandar un pirómano a sofocar un fuego.
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