La Teoría del Huevo Frito
Tengo un primo que, siempre que viene a cuento -generalmente, por tener uno delante- nos desarrolla su Teoría del Huevo Frito. Que, en esencia, es que nuestra consideración de la comida no está marcada por la calidad de cada alimento sino por la oferta y la demanda: “Si en el mundo hubiera pocas gallinas, en Nochebuena pagaríamos un pastón por un huevo frito y nos parecería un precio justo y nos lo comeríamos tan a gusto, porque es un manjar. Pero, como es algo barato, no lo apreciamos”.
Yo le doy la razón, pero solo en parte. Es obvio que la baja oferta y la alta demanda disparan el precio de todo. Y así, quien quiere comer marisco o pescado en Navidades lo paga a precio de caviar -otro producto que costaría mucho menos si hubiera tantos esturiones como gallinas-.
Vale, pero en esa teoría falta un matiz clave: la exclusividad. Quien prepara una comida de Navidad o de Año Nuevo quiere que sea algo diferente, y eso no se consigue con huevos fritos -y patatas también fritas, que es lo suyo-, porque eso, salvo quien tiene el colesterol por las nubes, lo comemos varias veces al mes, precisamente porque lo valoramos. No, para un gran día buscas cosas diferentes, que también estén buenas, y que si no comes habitualmente suele ser porque son caras. Y ya la has liado.
Hace varios lustros, pero todavía recuerdo, con mucho agrado, un postre de Nochebuena que preparó una hermana mía, consistente en algo tan sencillo -no me pregunten dónde las compró, ni cómo sabía que estaban maduras- unas cuantas frutas africanas que nadie de mi familia había probado en su vida. Y que le habían salido mucho más baratas que, por poner algún ejemplo, cerezas, uva moscatel o higos.
Lo cual demuestra, creo yo, que no es que valoremos más lo escaso que lo abundante, sino que en un día especial nos gusta comer algo especial, y solo pedimos -al producto y al cocinero- que esté al menos tan bueno como un buen huevo frito.