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La mafia de las flautas

Es peligroso meterse con los grupos criminales, pero el periodismo de denuncia debe ser valiente: hay que acabar con una de las mafias más poderosas y perniciosas para nuestros hijos, la de los fabricantes de flautas de plástico.

Tras una intensa investigación, hemos comprobado que están confabulados con los editores de La Celestina para cargarse todo anhelo o vocación latente que puedan tener esas tiernas criaturas por aficionarse a la lectura o a tocar un instrumento.

Del mismo modo que tras estudiar La Celestina piensan: “Si esto es la literatura, no vuelvo a abrir un libro en mi vida”, no hay nada mejor que una flauta plastiquera para cortar de raíz sus carreras musicales. Porque sí, el Himno de la alegría lo tocas -mejor o peor- en dos patadas, pero jamás harás con ese tubo agujereado algo que se parezca ni remotamente a la música que de verdad te gusta. Y eso te puede frustrar para siempre.

Nos dirán que el motivo de esa apuesta por la flauta es económica, pero no nos vale, porque hay instrumentos de verdad, como la guitarra o los teclados electrónicos, que los hay cada vez mejores y más baratos, que cuestan mucho menos que apuntarse a taekwondo o a ballet, y si no se maltratan tienen larga vida.

Y nos dirán que su otra virtud es la facilidad con la que se aprende a tocar, pero eso es confundir sencillez con simpleza: ¿qué chaval persevera con un cacharro que nunca ve -salvo que le guste Jethro Tull- en manos de las estrellas de la música que admira?

Sí, vale, hay colegios que ya apuestan por buenos instrumentos, pero, pese a su indudable ventaja sobre el resto, siguen siendo minoría contra la dictadura flautil (o flautera, o flatulenta, o como se diga) y no crean, nunca mejor dicho, escuela.

Y la prueba definitiva de que esa mafia nos tiene atrapados es el curioso detalle de que nadie tira las flautas, y por ahí andan en algún rincón de casa (o, más bien, del trastero), como si tuvieran algún valor, como si no existiera riesgo de que crezcan virus terroríficos en las babas que se dejó el último usuario, o como si alguien fuera a tener, ya de mayor, el impulso de volver a destrozar Tristeza de Chopin.