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El malhumor

Durante un buen rato de la noche de Año Nuevo, la cantante navarra Amaia Romero y su eurovisivo compañero Alfred aparecían entre las referencias más repetidas por los usuarios de Twitter (eran trending topic, para decirlo a tono con la herramienta y con los tiempos). Lo que se debatía no tenía que ver ni con su capacidad artística, ni con la próxima edición de un disco ni con su relación sentimental; Amaia y Alfred eran microactualidad (la actualidad es desde la aparición de las redes sociales una medida sometida a los caprichos de la masa opinante) por la imitación que de ambos realizaron en el programa de Antena 3 Tu cara me suena y que derivó en una parodia desbocada que muchos interpretaron como una falta de respeto porque entendían que acababa por ridiculizar a ambos artistas. Las redes todavía echaban humo ayer con este asunto.

Uno de los peores legados que nos ha dejado 2018 ha sido la proliferación de los malhumorados, esa gente que examina con la lupa de sus prejuicios los chistes y que ve en los cómicos a unos inadaptados, unos enemigos del recto orden moral a los que hay que denunciar y, si los jueces colaboran, meterlos en la cárcel. No tardará en redactarse un protocolo de obligado cumplimiento en el que aparecerán los temas vetados: chistes de maricones, de gordas, de gangosos, de borrachos, de putas, de moros, de curas, de monjas, de reyes, de drogadictos? Entiendo que haya personas a las que no les haga ninguna gracia, pero por encima de todo defiendo la libertad de los humoristas.

Detrás de ese vocerío late un intento indisimulado de poner barreras al humor no sujeto a los convencionalismos del momento, de ordenar lo que es correcto o incorrecto, de presionar y de acosar. Y eso sí que no hay que tomárselo a broma. En el fondo, lo que nos falta a todos es reírnos un poco de nosotros mismos. Es lo que hizo el citado Alfred, quien felicitó públicamente a los actores que le parodiaron. Un ejemplo a imitar en los tiempos del malhumor.