Soy de los que defiende que la ficción va por delante de la realidad. Ahí está el viaje de Julio Verne a la Luna y el Gran Hermano de Orwell; y más pegadas al siglo XXI esas películas en las que la humanidad vuelve a las catacumbas para sobrevivir, o pelea por la posesión del agua, o está amenazada por los efectos de una nueva glaciación. Todo eso que parece hoy fantasía va a suceder, aunque más tarde que temprano. En realidad, cada día escribimos una página de ese guión cuyo final viene ya inducido desde el prólogo. Las alertas lanzadas por los científicos, los reiterados avisos de los expertos y las acciones de los militantes tienen más repercusión en los medios que en la toma de decisiones de los gobernantes. El ejemplo más sintomático es el de las emisiones de CO2 que provocan el efecto invernadero y para cuyo control y progresiva disminución no alcanzan un acuerdo las grandes potencias industriales pese a las periódicas reuniones.

La contaminación mata. El aire está envenenado y, según un reciente informe de el European Heart Journal que recogía el diario El País, el número de víctimas en todo el planeta se aproxima a los nueve millones de personas, más de las que se atribuyen al consumo del tabaco. Pasear por la calle con mascarilla en la boca, algo que asociamos a países asiáticos, puede acabar generalizándose y ahí están si no esas boinas con partículas en suspensión que de tiempo en tiempo cubren grandes urbes como Madrid o Barcelona. Desde la verde Navarra puede parecer un asunto ajeno, pero ocurre en el planeta que compartimos.

Somos como una plaga de langostas. La Tierra acoge ya a unos 7.500 millones de habitantes y el cálculo se dispara hasta los 10.000 millones en el año 2050. Tenemos, por un lado, los recursos que consumimos para nuestro mantenimiento; y, por el otro, los desperdicios que generamos. Procurar alimento ha puesto en vías de extinción a más de una especie marina. Los desechos también atacan al medio ambiente. Y en particular, todos los productos contenidos en plástico, un enemigo silencioso y de difícil destrucción. No hace falta ser un visionario para saber a dónde nos conduce todo esto.