stamos en guerra. Es lo que vemos, oímos y leemos desde hace casi cincuenta días. Es lo que revela la simbología y, sobre todo, el léxico. Comenzando por esa extravagante puesta en escena que venía realizando el Comité Técnico del COVID-19 y en el que sobresalía la presencia de uniformes y galones; un grupo que diariamente se dirigía a la población y en el que tomaban la palabra, además de civiles, el jefe del Estado Mayor de la Defensa, el jefe del Estado Mayor de la Guardia Civil y un comisario principal de la Policía Nacional. Resultaba difícil discernir si el combate contra el virus utilizaba como armamento los fármacos o las balas.

Ocurre lo mismo con el lenguaje; los sanitarios son "los que pelean en la primera línea de fuego", "nuestros soldados" o "los héroes", y quienes deben trabajar en actividades imprescindibles para sostener un mínimo de normalidad, son "los que están al pie del cañón", en expresiones literales recogidas estos días. Por no abundar en que más que canciones motivacionales se buscan himnos con los que cerrar filas.

Asumido este escenario bélico para describir una pandemia difícil de contener y que las nuevas guerras serán contra virus y bacterias desconocidas que irán diezmando la población hasta encontrar la pertinente vacuna, ante ese escenario los gobiernos no deberían perder tiempo en rearmar sus ejércitos de científicos, médicos y enfermeros, que son los que van a defender nuestra vida y quizá hasta la supervivencia de la especie humana. Se trata de cambiar tanques por UCI y misiles de largo alcance por escudos sanitarios de defensa. Y, tras años de recortes, hay fondos para ello; por ejemplo, España destinó en 2019 más de 20.000 millones de euros a gastos militares (55 millones diarios); dinero para un armamento tan inútil que no puede hacer frente ahora a un enemigo microscópico que va a causar decenas de miles de bajas. Esa es la realidad. No equivoquemos el tiro.