unca he sabido si es una bendición o una maldición formar parte de ese grupo de personas que casi siempre recuerda algún sueño cuando se despierta. A los familiares que casi nunca los recuerdan no parece que les vaya mal en la vida, ni que sean unos desequilibrados. O, por lo menos, no más que yo.

El caso es que, aparte de descubrir que soñamos a toda leche (he vivido auténticas películas en siestas de diez minutos), hay sueños que sería mejor no recordarlos. Y supongo que cada profesión tendrá los suyos. En la nuestra, cuando, después de pasarte todo el día en el periódico, te pasas también toda la noche, peleándote con un artículo imposible, o en alguna situación surrealista como estar en calzoncillos. Graciosito, el subsconciente, metiéndote en esas movidas para reírse de ti.

Famosa es también en el periodismo la pesadilla del enviado especial, que ha ido a cubrir un partidode fútbol o una carrera ciclista y son las 11 de la noche y no ha podido mandar nada, y hay tres páginas sin cerrar, y a ver con qué las lleno, y qué mal rollo todo.

Pero, bueno, a veces tu subconsciente se apiada de ti y, para variar, te regala algo placentero. Y no, no estoy hablando de sexo, que en eso Freud estaba totalmente equivocado, que era un obseso y lo veía en todos los sueños, cuando no creo que esté ni en uno de cada mil (que luego resulten memorables ya es otra cuestión).

No. Me refiero, por ejemplo, a volar, que eso mola. Y hasta evoluciona: de más joven, lo hacía nadando en el aire; ahora, levitando a puro huevo. Se ve que lo voy dominando.

Y me refiero, sobre todo, a sueños como el que tuve el otro día: iba al pueblo y allí estaba mi padre -que murió hace unos años-, y era como las visitas de antaño, y charlábamos tranquilamente, y qué tal por aquí, y cómo estáis todos, y voy a coger una cerveza de la nevera y me sigues contando.

Mañanas así te despiertas tan a gusto, con una sonrisa de oreja a oreja, y hasta te reconcilias con el joputa de tu yo interior. Por lo menos hasta esa noche.