uponemos que a estas alturas de la cuestión todos estamos de acuerdo en que los dos grandes nombres de la pandemia -al menos, por protagonismo en los medios- han sido los de Fernando Simón e Isabel Díaz Ayuso. Y aunque no falta quien prefiere a la segunda -al menos, hasta que comience el juicio por la masacre en las residencias de Madrid-, el primero gana por goleada en cuanto a popularidad.

No tenemos ni idea -y así lo confesamos- de si Fernando Simón ha hecho una gestión de la pandemia sobresaliente, notable, suficiente o lamentable desde su cargo de director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias. Solo se podrá saber dentro de mucho tiempo, cuando se haga la revisión detenida de cada decisión. Y ni aún así será fácil, porque el gobierno le pondrá un diez y la oposición le pondrá un cero (y, si puede, le acusará de genocidio, pese a que fue el propio PP quien le puso en el cargo).

Pero nadie puede negar que el médico aragonés se ha convertido en un icono. Tanto en las redes sociales como en la mismísima vida real, como lo demuestra que se estén vendiendo camisetas con su efigie y alguna de sus declaraciones. Un asunto que ha crecido tanto que el propio Simón ha pedido que se destine parte de las ganancias a alguna ONG.

Con esas cejas imposibles, ese rostro gris, esa voz cascada y ese torpe aliño indumentario, nada apuntaba a que fuera a triunfar como portavoz oficial de la Administración ante esta crisis. Pero lo ha logrado día a día y, sobre todo, frase a frase. Nuestra favorita, la respuesta en la que exhibió la humildad que distingue a los verdaderos científicos: “Eso no lo sé; esta misma tarde me lo estudio”.

Le añadimos su llamativa biografía -por ejemplo, en Mozambique y Burundi operó a oscuras y le dispararon cuando conducía en un viaje a por medicamentos- y el resultado es un personaje peculiar, de los que quedan en la memoria. Aunque, bueno, esto último también le va a pasar -a nuestro pesar- a la inefable Díaz Ayuso.