los partidos políticos son tan necesarios como perfectibles. Pues, tratándose de cauces imprescindibles para que fluya la democracia, se han ido maleando hasta convertirse en demasiados casos, no en medios para vehiculizar el interés general, sino en fines en sí mismos como superestructuras de colocación personal consagradas a la supervivencia del andamiaje literalmente a toda costa. Semejante perversión, caldo de cultivo de palmeros sin facultad de discernimiento ni tampoco de autocrítica, acucia de manera especialmente lamentable a la política local. Un ámbito en el que por su capacidad para solucionar los problemas reales de la colectividad en su conjunto, más allá de ideologías y de sentimientos de pertenencia, se deberían anteponer siempre los proyectos municipales concretos a las dinámicas programáticas de las siglas. Ese imperativo ciudadano exige más que nunca en estos tiempos de polarización extrema la preeminencia de los candidatos sobre los partidos, de las destrezas y los conocimientos de los individuos aspirantes sobre las dialécticas y los argumentarios propagandísticos de las marcas. De hecho, las alcaldías más longevas de nuestro entorno las ostentaron en el pasado personalidades heterodoxas y carismáticas que, desde la solidez intelectual y ética como premisa de coherencia y de honradez, rompieron con las fronteras tradicionales de voto concitando la adhesión de electores de muy diversa sensibilidad. Políticos que consiguieron identificarse con las ciudades y los pueblos que regían mucho antes que con unas u otras siglas, que por otra parte iban difuminando en sus campañas conforme consolidaban su predicamento social. Se buscan por tanto alcaldables posibilistas que se hagan oir con la voz de la lógica y la prudencia, no a gritos de pura -y por lo general dura- consigna partidaria. La de los ayuntamientos debe erigirse hoy más que nunca en la política de la proximidad entre diferentes y del sentido común como valor principal.