l campechano era un trincón. Dicho llanamente, esto es lo que intenta probar en todos sus extremos la Fiscalía suiza siguiendo el rastro de una donación de la dictadura saudí a Juan Carlos I como presunto conseguidor de que empresas españolas rebajaran el coste del AVE a la Meca. Una retribución de 100 millones de dólares ingresada en una cuenta helvética de los que más de la mitad fueron a parar a una amiga del patriarca borbónico con caro derecho a roce, Corinna zu Sayn-Wittgenstein. Para redondear este aparente caso de elusión fiscal por un jefe del Estado que oficiaba a tiempo parcial como comisionista, y cuyos viajes privados se sufragaban desde otra cuenta suiza igualmente opaca, la referida aristócrata alemana ha dejado constancia en un acta notarial de las amenazas sufridas para callar los tejemanejes de su regio partenaire, lo que confiere a esta opereta el aditamento de la extorsión. Más allá del devenir judicial -porque ninguna indagación parlamentaria cabe esperar por la pinza de PP y PSOE en los asuntos reales-, los detalles más livianos de las investigaciones acreditan la impunidad con la que operó Juan Carlos I merced a la complicidad de los poderes fácticos incluida la prensa capitalina, verdaderos lacayos hasta el percance en la cacería de elefantes en Botsuana que obligó a la abdicación exprés para no sepultar la Monarquía erigida sobre los estertores del franquismo. Un cortesanismo servil que ahora se dispensa al hijo adjetivado como "preparado" en contraposición con el pieza de su padre, este Felipe ungido al nacer que dice renunciar a la herencia de su progenitor como si el legado principal no fuera el puesto vitalicio por razón de cuna. No es ya que la sucesión sanguínea conculque la igualdad que pregona la Constitución, sino que el emérito inviolable se pasó por el mismo arco del triunfo la legalidad que sustenta su institución a tenor de los sólidos indicios que obran en su contra. Así que el referéndum sobre la Corona resulta primero un imperativo democrático y desde luego también ético ante las andanzas del suegro al que quiso imitar Urdangarín, chivo expiatorio por no apellidarse Borbón.