Celebrar la vida, ya que no pueden celebrar la libertad. Imagino que así se tiene que sentir la familia de Pablo Ibar, el ciudadano vasco-estadounidense condenado a cadena perpetua tras pasar casi 25 años encarcelado en Florida, 16 de ellos en el corredor de la muerte, acusado de un triple crimen cometido en Florida en 1994 que él siempre negó y del que se declara inocente. La vida es siempre el mejor regalo y todavía lo es más cuando has tenido delante la muerte, cuando la has estado esperando durante años sin saber si esa noche sería la última en ese indescriptible lugar que tantas veces nos ha mostrado el cine, pero que cuando salta a la vida real cobra todavía una mayor dureza. Su caso, por su proximidad, nos ha sacudido con fuerza en este año y nos ha puesto ante la realidad de un Estado que no respeta los derechos humanos porque vulnera el principal de todos ellos; un lugar como Estados Unidos donde la pena de muerte es legal, como en más de 50 estados y territorios en todo el mundo. El jurado que le juzgó el brutal no le creyó en el año 2000, en un juicio tan plagado de irregularidades que el Tribunal Supremo de Florida anuló la sentencia a muerte y ordenó repetir el proceso, pero tampoco le ha creído esta vez, con las mismas pruebas pese a contar con una defensa mucho más sólida. Sin duda, la presencia del fiscal Chuck Morton, que interrumpió su retiro para participar en el juicio a Ibar y volver a pedir la pena de muerte, ha sido decisiva. El veredicto de “culpable” fue un mazazo en una historia que pone en tela de juicio no la credibilidad del acusado sino la de todo el sistema judicial americano. La vida de Pablo Ibar es una vida construida sin libertad pero con amor, el amor de su familia, ahí está su padre Cándido, el pelotari que se fue a probar suerte a las Américas y que ayer decía agradecido que “mientras hay vida hay esperanza”, agarrándose al deseo de ver a su hijo de nuevo en la calle. Y sobre todo el amor de su esposa Tanya, que le ha defendido y apoyado siempre y que sin duda es la fuerza que le ha mantenido con vida en las circunstancias más adversas. Su alegría entre lágrimas tras salvar a Pablo Ibar de la pena de muerte son la imagen que demuestra que se puede estar feliz incluso ante una decisión tan triste. Un amor que ha sido la grieta por la que se ha colado un poco de humanidad para que el jurado no dictara la pena capital. En definitiva, el amor como salvación ante la muerte en un lugar donde la vida no vale nada.