Malos tiempos para pensar en los otros cuando se impone por encima de casi todo la cultura del yo, a lo sumo del nosotros/as, alimentada por el individualismo casi exhibicionista de las redes sociales, donde importa más el quién que el qué, el protagonista por encima de la causa. Son tiempos de egoísmo social, en los que la solidaridad está entrando en una preocupante fatiga de la que ya están llegando los primeros síntomas. Síntomas que tienen que ver, por un lado, con un descenso en la aportación privada a todas aquellas entidades y colectivos que trabajan para frenar la exclusión social y la pobreza y, por otro, con un aumento del recelo a la aportación social a través de los impuestos, con lo que es difícil mantener el Estado de Bienestar, la mejor herramienta para acabar con las desigualdades. Cada vez queremos pagar menos pero tener más y cada vez nos cuesta más apoyar al que tiene menos. Así, lejos de reducir la brecha social, ésta se va volviendo más profunda y quienes caen lo hacen ya hasta el fondo. La solidaridad está en crisis, así nos alertaban hace una semanas desde el Banco de Alimentos de Navarra cuando se encontraron por primera vez con falta de voluntarios para llevar a cabo su gran recogida de alimentos, entre otras cosas por las campañas de desacreditación precisamente contra las personas receptoras, y nos han alertado de nuevo esta misma semana en la presentación del Informe Foessa de Cáritas. La recuperación de la crisis por parte de muchas familias no está llevando consigo una recuperación de la aportación solidaria. Es cierto que en tiempos de crisis la cooperación sufrió graves recortes públicos y privados, pero no es menos cierto que a medida que el bolsillo se recupera la gente está perdiendo la tendencia a pensar en los que están peor. Falla la empatía y prima el egoísmo. Aumentan los perfiles críticos con las ayudas sociales y casi la mitad de la población dice que ahora ayudaría menos que hace diez años, a pesar de que la situación sigue complicada y solo en el Estado 8,5 millones de personas, el 18,4% de la población, se encuentran en exclusión. No avanzamos hacia una redistribución de la riqueza y corremos el riesgo de acabar siendo una “una sociedad estancada”, detenida, sin posibilidad de que los que están abajo vayan subiendo, en la que “la gestión insolidaria de la crisis y el individualismo acabe hipotecando nuestro futuro”. Una dura conclusión.