Circula estos días por las redes un meme en el que a la clásica pregunta de un menor sobre hasta qué hora tiene permiso para salir, la madre le contesta que mire el BOE. La ocurrencia tiene gracia como chiste, pero lo dramático es que se trata de la cruda realidad. De todos los derechos fundamentales que tenemos como individuos, tal vez el más importante sea el de la movilidad. No en vano, es el que se arrebata a quienes purgan delitos con penas carcelarias que, desde su ingreso en el centro penitenciario, pasan a quedar confinados con la obligación de cumplir a rajatabla esa especie de toque de queda que marca el ritmo diario en prisión. Salvando las distancias, que no son pocas, el margen para vivir que nos concede ahora la covid no es mucho mayor que el de quien está sometido a un tercer grado. Podemos salir a trabajar, dar un paseo y poco más, porque a las once debemos estar en casa y sin posibilidad de juntarnos con nadie que no sea conviviente. Jamás podríamos haber imaginado que nos iba a tocar vivir una situación como la que soportamos desde el mes de marzo, con el reconstituyente paréntesis del verano, en el que a la postre se ha demostrado que hubo mucho de imprudencia generalizada. Y casi ocho meses después de que sufriéramos los primeros efectos de la pandemia, continuamos sin perspectiva de que esto pueda dar un giro que nos devuelva siquiera de forma aproximada al modo de vivir y relacionarnos que teníamos antes. Más bien al contarlo, sobre nuestras cabezas acecha el regreso a un confinamiento puro y duro que nos obligue, como ocurrió la pasada primavera, a desplazarnos al trabajo con el salvoconducto entre los dientes para justificar el desplazamiento ante los múltiples controles de las diferentes policías que se levantan a diario por el territorio. Es obvio que el virus se nos ha ido de las manos, por lo que tenemos la responsabilidad colectiva de apaciguarlo antes de que se vuelva en inmanejable.