A creciente digitalización de procesos, actividades y servicios en todos los ámbitos de nuestra sociedad es una evolución imparable. La transformación digital de la economía y las empresas es y debe ser una prioridad y supone una gran oportunidad de desarrollo y generación de riqueza, pero también genera problemas, disfunciones y desequilibrios que afectan fundamentalmente a la población más vulnerable y pueden llegar a lesionar intereses y derechos. La banca, en general, está, en este sentido, en el ojo del huracán. Un informe del Banco de España indica que desde 2008 las entidades financieras han cerrado miles de sucursales en todo el Estado y la presencia de cajeros automáticos en las calles se ha reducido en un 20%. En Navarra hay muchos pueblos sin atención personalizada de banca ni cajero automático y ahora también en algunas zonas urbanas es difícil encontrar uno. Además, la atención personal, en general, se ha reducido drástica y artificialmente en favor del uso -en algunos casos, casi de forma exclusiva- de las nuevas tecnologías y dispositivos con las que muchos ciudadanos no están familiarizados, funcionamiento que se ha generalizado y acrecentado durante la pandemia. Todo ello ha llevado a un aumento cada vez más creciente y más articulado en la sociedad de una demanda de mayor sensibilidad, especialmente con las personas mayores que se sienten ninguneadas, defraudadas y excluidas. Aunque no es un problema exclusivo de la banca -también las instituciones públicas empujan hacia una mayor digitalización con menor atención personal, incluso en el ámbito de la salud-, la campaña Soy mayor, no idiota, iniciada por el médico jubilado valenciano Carlos San Juan de Laorden y dirigida especialmente a las entidades financieras, está teniendo un gran impacto y ha cosechado el apoyo de amplias esferas de la sociedad. La presión social ha obligado a tomar cartas en el asunto al Gobierno español, que ha instado a las patronales del sector a que garanticen servicios presenciales, personalizados y accesibles para todas las personas. La brecha digital, la edad, la pericia en el uso de ciertos dispositivos o el hecho de vivir en una zona rural no pueden suponer una merma de derechos y una acentuación de la vulnerabilidad que en algunos casos roza la exclusión social.