la comparecencia de la expresidenta Barcina ante la comisión parlamentaria que investiga las causas y el proceso que culminó con la desaparición de Caja Navarra ha sido la mejor prueba objetiva hasta ahora de la utilidad de la misma. Barcina no defraudó. Echó manó de la desmemoria y de los silencios cuando las preguntas podían poner en riesgo respuestas que vulneraran su obligación a decir la verdad y ello pudiera tener consecuencias penales. Y tiró de su habitual prepotencia exagerada cuando los hechos le mostraban blanco sobre negro su ineficaz gestión al frente de los órganos de gobierno de Can, la injustificación del cobro de dietas opacas -dobles y triples en sesiones seguidas de apenas unos minutos por no hacer nada- o el acceso privilegiado a operaciones financieras de alta rentabilidad económica. Nada que no se supiera. Barcina no fue capaz de explicar qué hizo en los órganos de Can ni cuál fue su papel como presidenta del Gobierno en la toma de decisiones arriesgadas y erróneas en la entidad que culminaron con su hundimiento. Simplemente, se limitó a intentar desprestigiar al Parlamento y a los parlamentarios. Alegó que los hechos ocurrieron hace años, pero supongo que no desconoce que el proceso judicial aún sigue abierto en la Audiencia Nacional. Y en el colmo del cinismo resumió que la desaparición de Caja Navarra, la entidad financiera histórica de Navarra, fue sólo una “pérdida sentimental”. Que nunca estuvo en política por dinero, visto su paso por la política foral, solo puede generar hilaridad o indignación, según el estado de ánimo de cada navarro o navarra en ese momento. La derecha navarra nunca ha sido muy de ese principio democrático de la división de poderes. Barcina tampoco. Acudió al Parlamento foral, donde reside la soberanía democrática de la sociedad navarra, a reírse de los parlamentarios, pero en realidad se estaba riendo y faltando el respeto al conjunto de los navarros y navarras. Y sólo dejó tras de sí las mismas sombras y la misma negatividad que caracterizaron su paso por la política. Será difícil encontrar en las hemerotecas un ejercicio de egolatría personal, soberbia política y autocomplacencia injustificada como el que protagonizó Barcina en su comparecencia sobre el final de Can. No es la única responsable de una deriva que culminó con la absorción de la entidad por CaixaBank y la pérdida patrimonial de casi 1.000 millones de euros, pero sí volvió a recordar la imagen decadente de un régimen caduco y viejo, incapaz de rectificar sus errores y empecinado en una desastrosa política clientelar y excluyente que apostó por favorecer a los intereses particulares y privados afectos antes que a los intereses generales de la sociedad navarra. Es evidente que la visión idílica que ofreció de sí misma y de la gestión de su Gobierno y de la misma Can no tienen mucho que ver con la visión real que tiene la mayoría de la sociedad navarra. La comparecencia de Barcina no ha sido sino un nuevo reflejo de lo alejada que ha vivido de la Navarra real. Entre Barcina y la sociedad navarra ha existido siempre una brecha que sólo ha ido agrandándose con el paso del tiempo. Ella no lo ha visto o querido ver en ningún momento. Y visto lo de ayer, sigue aferrada a los viejos esquemas y las viejas políticas. Escuchando a Barcina duele de nuevo aquella Navarra obligada a soportar durante años un régimen abusón, faltón y borono.