el llanto de impotencia por los devastadores efectos del aguacero del 8 de julio se tornó ayer en lágrimas de emoción por toda Tafalla con motivo del cohete festivo. Ciertamente, la villa del Cidacos tiene mucho que celebrar, por paradójico que resulte cuando el Consorcio de Compensación de Seguros estima los daños en 25,2 millones -ya ha abonado más de 6- tras tramitarse en la zona casi 2.000 reclamaciones. Para empezar, por el derecho que asiste al vecindario a ahogar literalmente las penas infligidas por la tragedia, tratándose de un lugar con querencia al sano hermanamiento a pie de barra. Y, para continuar, porque Tafalla ha hecho virtud de la necesidad, con una solidaridad intergeneracional ejemplar y una unidad al margen de diferencias ideológicas y personales que debería asentarse como preciado legado de la catástrofe. Uno, que en su infancia disfrutó en aquellas correrías por ese río seco que hace nada se sobró furioso, disfrutó observando ayer al paisanaje de blanco y rojo transitando jolgoriosamente por la avenida de Sangüesa, el paseo Ereta o la calle Martínez de Espronceda, epicentros de la inundación. Y suplica al mismo cielo que desencadenó el aluvión que esas buenas gentes que tanto perdieron, incluidos los cuarenta comercios anegados, recuperen tal cual sus vidas cuanto antes.