Mantengo un largo conflicto con un compañero de redacción desde el día que me preguntó cuántos años le echaba. Hice mal el cálculo, tire por alto y todavía me lo recuerda, entre mosqueado y confundido. Creo que, en realidad, no le preocupa tanto que hiciera un cómputo exagerado como que él pueda aparentar a la vista de los demás esa edad dicha a bote pronto y tan alejada de la que figura en su DNI. Que no es el caso. Pero es una sensación común la de pensar que no somos, o no nos sentimos, tan viejos como observábamos a la gente de 50 o 60 años cuando nosotros éramos aún adolescentes. Y eso nos lleva a concluir que ahora nuestra edad registrada no guarda relación con la imagen que de nosotros mismos tenemos interiorizada. La mejora en la calidad de vida también contribuye a alimentar esa sensación. Pero los años son los que son y tarde o temprano el calendario te pone al día. Lo explicaba muy bien una columnista reflexionando sobre este mismo asunto: “Será que nuestra mente nos confunde y pensamos que, como no nos sentimos mayores, ni lo somos ni lo parecemos”. Tampoco le veo nada negativo siempre que no derive en un complejo de Peter Pan. En fin, tengo un amigo que ante la misma pregunta que me realizaron a mí y cometiendo idéntico error de pasarse en los años de su interlocutor, resuelve la cuestión con una frase lapidaria: “Perdona y ojalá llegues a la edad que aparentas”. Pues eso.