Las mascarillas se han convertido en un signo ineludible de los azarosos tiempos que vivimos. En la política han estado presentes -de manera virtual- para intentar resistir el hedor que la corrupción de muchos dirigentes de los partidos salpicaba día sí día también sus estructuras (el PP ostenta el triste privilegio de ser el único partido condenado), las instituciones y la propia acción política en beneficio de unos cuantos mangantes. Con este panorama no es de extrañar que la ciudadanía se tape las narices y considere a los partidos y los políticos como el segundo problema más importante tras el paro. El imparable cambio climático también las ha hecho omnipresentes en miles de ciudades de todo el mundo azotadas por un desarrollo desmedido y una contaminación galopante. Afortunadamente por estos lares no son habituales sino en personas con origen en esos países. Pero es una imagen cada vez más extendida en las ciudades. El coronavirus las ha hecho ahora más necesarias para prevenir el contagio del virus y su uso se ha multiplicado hasta obligar en zonas asiáticas a su racionamiento. Ya están al caer la especulación y el inmoral enriquecimiento con ellas y la enfermedad, al igual que con la futura vacuna. Son tiempos de mascarillas. Mal presagio.