l gato ya no me mira. Camina lento por la plaza, a lo suyo, sin prestarme atención. Esto viene pasando en los últimos días cuando salgo al trabajo o cuando vuelvo a casa. Ayer lo encontré recostado contra la pared, multiplicando el efecto del sol como quien se pega a una estufa envuelto en un abrigo. Si me vio no hizo ademán de huir. Algún día he dado un golpe seco con el pie en el suelo, para asustarle, le he silbado y ha correteado un poco, no con la intención de salir de escena sino de dejarme contento, me parece a mí. El minino se ha enseñoreado de la calle: no hay gente, no hay coches, no hay ruido, no hay peligro. Toda para él. Le tiene que parecer extraña esta repentina desaparición de personas y máquinas. A él y quizá al conejo que corría estos días atrás por la rotonda de Areta o al zorro que observé cómo barría con su cola el asfalto de una Ronda que cruzaba libre de la amenaza de los vehículos. La cuarenta afecta a los bichos (a los domésticos y a los silvestres) como también se comprobó que lo hacía el cambio climático en sus costumbres y hábitos. Están desorientados y confundidos. No palpan la presión del ser humano. ¿Será eso la libertad? El día que el gato me mire a los ojos me voy a empezar a preocupar.