l tiempo libre de más es el envés de la muerte y la congoja que nos ha traído este fatídico coronavirus. Esa ociosidad se traduce por ejemplo en que en muchos hogares se tenga la plancha a raya, dando la razón entera a quienes antes de la pandemia sostenían que se trata de una actividad relajante. También se ponen un montón de lavadoras, porque con el rabo se matan moscas cuando no queda ya demasiado quehacer, pero la cuestión diferencial radica en lo que se lava, bastante más ropa de andar por casa rescatada del fondo de armarios e incluso de cajas de trastero. Si el hábito hace al monje, esa indumentaria de tercera nos confiere otro yo en tanto que lo que se gana en comodidad se pierde en dejación de la propia imagen, a riesgo serio de descuidar la línea pues las prendas holgadas camuflan el engorde. Y con el peligro añadido de entrar en bucle, de tirarse a la bartola olvidando las rutinas de cuando todo era normal, lo que a la postre puede derivar en un adocenamiento a menudo rayano en un estado depresivo. Así que hay que asearse y vestirse como de costumbre siquiera en otra muestra de rebeldía frente al COVID-19, aprovechando las videollamadas y las salidas al mercado y al balcón para venirnos arriba. Eso sí, cómo la hemos gozado sacando del baúl de los recuerdos aquellas camisetas de los equipos deportivos en los que militamos y de las marcas de bebida que nos tocaron en los bares de copas, aunque ya no nos quepan. También somos lo que fuimos y el vestuario pretérito nos delata igualmente.