a última tormenta de verano llegó hace unos días, inesperada, brillante y ruidosa, como las de antes, esa expresión que utilizamos con nostalgia para evocar momentos placenteros a los que añoramos volver aunque sea en la memoria. Llovía entre polvo y agua en una tarde noche calurosa en la que el olor a tierra mojada regaba de nuevo todas las emociones retenidas en estos meses intensos y duros. Y sirvió ese agua como catarsis colectiva para darnos cuenta de golpe de la inmensa suerte de poder estar allí, empapados, sintiendo el agua, sin más. Disfrutando de algo irrepetible. A veces una tormenta es suficiente para apreciar de pronto lo mucho que tenemos y lo fácil que es perderlo. Lo frágil que puede ser cada segundo cuando sabes que es preferible vivir al día, momento a momento, sin planes a largo plazo, ni grandes expectativas que no sean alcanzables. Vivir, sin más, esos instantes de verano a los que luego volver cuando lleguen días oscuros. Anclarte a ese olor a tierra mojada para sentir la fuerza del agua y dejarte arrastrar por corrientes de energía positiva en estos tiempos donde casi todo apunta mal. Sin olvidar que tras la tormenta brilla de nuevo el arco iris y todo pinta mejor. Al verano del covid le seguirá el otoño del covid y así, estación tras estación, llegaremos al invierno. Mejor no pensar mucho y vivir más. Es lo que toca.