sta semana escuché, sin necesidad de poner la oreja, parte de la conversación que retransmitían en alto dos jóvenes treintañeros en una terraza. El que tenía una estética como de cooperante sostenía que el coronavirus es la excusa perfecta que han encontrado los gobiernos para recortar derechos. Sin negar las consecuencias sanitarias del virus, defendía que no está nada claro que muchas de las medidas restrictivas impuestas sirvan para contener la expansión de la epidemia y que hay que convivir con ella como se hace con otras enfermedades. Añadía que, además, la covid les viene muy bien para ponernos frente a un escenario plagado de incertidumbres en un contexto en el que es más difícil dar respuesta porque ni siquiera se dan condiciones para organizar una protesta desde la calle. El otro joven, de vestimenta y aspectos más neutros, no negaba lo que escuchaba. No obstante, matizaba que, si esto fuera así, no le cuadraba del todo que se hubiera optado por detener la actividad económica con el confinamiento y priorizar la salud de la ciudadanía. El que llevaba la voz cantante en este intercambio de pareceres replicaba que en occidente no preocupa demasiado un parón de este tipo porque desde hace tiempo tienen claro que no va a haber empleo para todos y van a condenar a una parte de la población a malvivir con subsidios públicos como el ingreso mínimo vital, que precisamente se ha aprobado en plena recesión económica, pero que todo esto conviene ocultar en lugar de airearlo.