e decía un amigo este pasado fin de semana que ve triste la calle. Que se ha perdido alegría. Que en pocas semanas, cuando parecía que dejábamos atrás los largos años de la crisis económica que ha cabalgado junto a nosotros gran parte de este siglo XXI y parecía que a la sexta era a vencida y que también superábamos la crisis sanitaria del coronavirus, una sombra alargada ha ido ganando espacio a esa vitalidad que regresaba poco a poco. Como si este invierno tuviera la intención de instalarse permanentemente sobre la ciudad y los agradables días soleados que vengan de ahora en adelante vayan a ser sólo anécdotas. Comienza a mirar atrás con tristeza. Argumentos tiene, desde luego. La socialización, el ambiente de la calle, está lejos aún de ser el que fue. Los sábados la vida renace si el tiempo acompaña y poco más. O eso dice él. La inflación galopante echa por tierra los pequeños avances salariales y señala una nueva pérdida de poder adquisitivo. Las dificultades para el transporte de materias primas, los elevados precios de la energía, el gas, la luz y los combustibles y el riesgo, lejano y quizá infundado aún, pero presente ya de desabastecimiento de alimentos acechan cada semana. Las alarmantes cifras de familias que han engrosado las estadísticas de la exclusión social, esas personas que sobreviven en situaciones de pobreza que las derechas políticas dicen no ver y a las que la atención prestada desde el resto de la sociedad es cada vez menor. La llegada de la temible palabra recesión a la economía, también a la economía navarra, y otra larga lista de noticias malas, desde la huelga del transporte a las movilizaciones del sector agrícola y ganadero, y el estruendo y sufrimiento de la guerra en Ucrania y todas sus derivadas económicas, geoestratégicas y sociales le envuelven en su soledad en un halo de melancolía cuando piensa en aquellos días en que la sociedad respiraba consumo desenfrenado por los cuatro costados, las grúas levantaban miles de viviendas independientemente de su necesidad o no, y los políticos sacaban pecho una semana sí y otra también con innumerables cifras sobre la realidad del boyante paraíso en el que habitaban. Pero añorar el pasado lo convierte en un idealizado estado de felicidad que casi nunca coincide con la realidad que fue. Quizá por eso mi amigo prefiere permanecer instalado en esa nostalgia pesimista e interesada, porque le parece más llevadera que mirar al presente de esta nueva tormenta perfecta en la que el descontento social y el malestar creciente y una dirección política cada vez más incoherente -el último fiasco de la traición al pueblo saharaui es un buen ejemplo-, auguran inestabilidad en tiempos que seguramente exigen estabilidad sobre todo. O posiblemente una nueva estafa perfecta de la que millones de ciudadanos volverán a ser víctimas colaterales. Más llevadero también que empezar a pensar qué se ha hecho mal de nuevo, hasta dónde alcanzan las responsabilidades de los errores y cómo deben ser los cambios que eviten otras caídas en el futuro. Esa nostalgia que encubre que aquello que se vivía como hermoso se torna oscuro cuando se descubren las amargas trampas que ocultaba y esas sombras de la mano de la extrema derecha devalúan la capacidad de escape del recuerdo.