No me interesa demasiado las razones que han mediado en la separación entre Isabel Presley y Mario Vargas Llosa. Si los diferentes estilos de vida entre la socialité y uno de los escritores más importantes de Iberoamérica terminaron con la historia de amor, si fueron los celos enfermizos de él y su posible negativa a pasar por el altar o el cansancio de estar sometido a un foco continuo y extenuante -el de los photocalls, la alfombra roja y la prensa rosa- lo que desgastó la relación. No sé si le conquistó más al escritor peruano la pichula o el corazón. Si ella le admiraba como escritor pero no le sedujo como hombre. No subestimo en absoluto a la reina de corazones por vender exclusivas al Hola o por ir siempre impecable. Creo que es una mujer que sabe lo que quiere y que no se deja pisar aunque viva de su imagen. Pero entre los dos mundos que se cruzan entre cultura y espectáculo me pongo en el papel del escritor y entiendo que exponerse continuamente a una cámara termine siendo agotador. Y hablo del mundo de las apariencias, de la falta de autenticidad, más allá de los focos de la tele. Me quedo con una de las frases que reveló Llosa a un colaborador de El País: “Es imposible gozar de un concierto, o de una ópera y hasta de una comedia ligera, rodeado de gente que no hace más que teclear o acariciar las tabletas (…)”. Seguramente las vivencias de sus últimos ocho años sean noveladas con detalle cuando el reposo del tiempo (da igual que tengas ochenta que cuarenta en ese sentido) haga que la mente rescate pasajes de la memoria desprovista del peso de los sentimientos y las emociones.