Resulta difícil abstraerse de la emoción colectiva que supone el hecho de que Osasuna haya conseguido llegar a la final de la Copa. Una emoción que va mucho más allá de lo deportivo, que se extiende y cala como un soplo de energía positiva en una sociedad necesitada de buenas noticias. Es cierto que el mundo está sacudido por hechos más transcendentes y duros y que nos cuesta salir a las calles a exigir derechos, pero en cambio la fiesta nos moviliza rápidamente. Hacía 18 años que los rojillos no estaban en una final y son momentos para vivirlos con toda la intensidad, en el presente, pero también mirando hacia atrás, porque hay historia. Más allá de lo deportivo está lo humano. Y en este terreno es tiempo de un relevo generacional; hay toda una generación que ha crecido escuchando la emoción de sus predecesores en aquella final del Calderón y ahora les toca vivir de nuevo esa misma sensación. David García ya lo dijo al pasar a la semifinal, que esperaba vivir una final como jugador como la vio de pequeño siendo aficionado, en aquel partido en el que Osasuna perdió en el campo pero ganó en la grada. Creo que en el fondo siempre gana, porque tiene la suerte de contar no solo con la fuerza que entrenador y equipo son capaces de generar en la situación más adversa, sino con la afición, ese jugador número doce capaz de arrastrar un balón hasta el gol. Osasuna se merece estar donde está, porque su entrega y esfuerzo han tenido recompensa y eso es una lección para la vida, el no desistir. Saber que muchas veces el resultado no depende de lo que tu des, pero la satisfacción de darlo todo es siempre una victoria, se gane o se pierda. Esta vez tocó ganar y el equipo abraza la alegría de la fiesta con su afición y el resto de la sociedad.