No es cierto que los escándalos de corrupción (los presuntos, los demostrados y los que corren de boca a oreja) protagonizados por políticos generen desconfianza en la población: la verdad es que la gente nunca ha confiado en algunos de esos personajes que confunden, intencionadamente, el servicio público con servirse a ellos mismos.
Es así, aunque luego el ciudadano meta la papeleta en la urna a sabiendas de que respaldar a unas siglas que se ajustan a su modelo social supone regalar una buena nómina y un estatus de influencia a candidatos por quienes no pondría la mano en el fuego porque no conoce nada de la mayoría de ellos. Esa percepción negativa salpica, de manera injusta, a tantos y tantas que respetan a su militancia, al buen ejercicio de la política y a sí mismos.
Pero las recientes informaciones sobre el presunto cobro de comisiones por parte de Santos Cerdán profundizan en esa desconfianza que, como si fueran inocentes compañeros de siglas, ahora descubren sus superiores jerárquicos; por un lado, Pedro Sánchez asume, aparentemente compungido, que “nunca debimos confiar en él”, el hombre al que el presidente elevó a la cúpula del PSOE; por otro, María Chivite, con el rostro desencajado y los ojos vidriosos, expone ante las cámaras la pura imagen del desengaño provocado por quien más que un correligionario, es un amigo. Si ambos se sienten defraudados, el pueblo observa lo que está pasando sin un atisbo de sorpresa; me atrevería a decir que lo reciben como otra confirmación más de lo que vienen sospechando. Y sufriendo.