Y después de Coketown, ¿qué?
Cuando Tomás Moro escribió su Utopía (s. XVI), jugó etimológicamente con este término, sin explicarlo, dejando entrever un juego de doble significado: utopía como un lugar aislado (una isla) en clave de Estado idílico pero inexistente. Y la eutopía entendida como un buen lugar de disfrute que puede ser posible pero que cuesta alcanzar y no de cualquier manera. Como si utopía y eutopía fuesen algo cinético en el que cada extremo ejerce una fuerza gravitatoria sobre el contrario. Moro mantuvo adrede esa ambivalencia como una crítica velada a la sociedad de su tiempo por las transformaciones brutales que realizó Inglaterra en torno al agro. Y muchos han visto en esta obra la lección de que una sociedad mejor -no perfecta- es posible si se trabaja con esperanza desde criterios de justicia y humanidad.
En un tono más explícito, Charles Dickens nos abrió los ojos con su novela Tiempos difíciles, impulsado por la misma incomodidad ética que sintió Moro ante las barbaridades que causaba el modelo industrial inglés entre sus compatriotas. Su ciudad imaginaria de Coketown, pero muy real en sus prácticas, orientaba todas las energías al desarrollismo inhumano de la Revolución Industrial que acabó siendo la inspiración para otra utopía desgarradora de signo contrario: el comunismo, a partir de la crítica intelectual efectuada por Carlos Marx. Los vientos que acaban en tempestades.
En esta distopía (lo contrario de utopía y eutopía) de Coketown, que tan bien entendió Charles Chaplin en su película Tiempos modernos, se persigue de forma obsesiva la producción con consecuencias visionarias que luego fue una realidad: solo fabricando cosas de baja calidad para que se rompan cuanto antes puede mantenerse la mayor parte de la maquinaria en funcionamiento. Así, la furia productiva solo puede equilibrarse con una furia consumista pareja. En el modelo de Coketown, el consumo es un deber social más que una necesidad para que los engranajes de la civilización sigan girando. Todo se mide por la cantidad y el tener, lo que sea, mientras que los trabajos cualitativos están condenados al ostracismo; por ejemplo, Coketown no cree en el arte excepto si se puede cuantificar en ganancia de dinero.
Carlos Marx, contemporáneo de Dickens, dijo que "en sus libros se proclamaban más verdades que en todos los discursos de los políticos y los moralistas de su época juntos". Aquella realidad obliga a fijarnos en la exclusión social actual y en las diferencias entre los que cobran salarios miserables y quienes perciben rentas astronómicas. La única diferencia es que estos últimos se llamaban entonces utilitaristas, leían a Adam Smith y le rezaban al Stuart Mill de antes de caerse del caballo; y hoy se llaman neoliberales y le siguen a Milton Friedman. Toda la locura cínica de entonces tiene muchas concomitancias con la prosperidad actual de unos y la pobreza de otros: el arquetipo del señor Bounderby o de Tom Gradgrind siguen mandando entre nosotros aunque sea con otro estilo al de aquella industrialización victoriana del siglo XIX.
Y entonces, ¿qué podemos hacer? Aprender de lo ocurrido incluso de las peores utopías. Frente a la falsaria libertad total sin responsabilidad que facilita las graves desigualdades, nos quedan las eutopías de la esperanza que fían lo esencial a respetar los límites éticos de los derechos fundamentales del ser humano. Mientras se acepte con naturalidad que la filosofía que anida en Coketown es inevitable para avanzar, estaremos condenados al fracaso, que será cada vez más globalizado y planetario. No hay más que fijarse en las cosas que han pasado -y porqué han pasado- desde la llamada de atención que hiciera Dickens. Todavía estamos bajo los efectos del rebufo de las elecciones europeas y ciertas reflexiones deberían servirnos de guía: "La diferencia entre los políticos y los estadistas -ha escrito Sir William Liley- consiste en que los primeros piensan en las próximas elecciones, y los segundos en las próximas generaciones".