democracia y Estado de derecho no son exactamente lo mismo, pero son conceptos sobre los que hay consenso en que han de complementarse mutuamente. Democracia supone que el pueblo es el único titular legítimo del poder político (gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, según la conocida expresión de Lincoln). Estado de derecho implica que, no solo los ciudadanos, sino que el propio poder se somete al ordenamiento jurídico (que no son solo las leyes, también y muy esencialmente, los derechos humanos). La democracia sin Estado de derecho se convierte en dictadura de la mayoría, en un poder arbitrario que no respeta a las minorías ni el derecho a la igualdad ante la ley de todo ciudadano, degenera en la demagogia que tan duramente criticaron los filósofos atenienses. El Estado de derecho sin democracia resulta una contradicción porque ignora el derecho fundamental a la participación política de los ciudadanos, es un Estado de derecho mutilado. Como resultado de una larga marcha, como decía Garrido Falla, hemos llegado a la fórmula del Estado social y democrático de derecho que, procedente de la Ley Fundamental de Bonn, recoge la Constitución española.

Pese a que estas afirmaciones son hoy lugar común de cualquier tratadista, en la práctica nos encontramos con demasiados ejemplos de quienes pretenden disociar ambos conceptos y reclaman democracia frente al Estado de derecho, o invocan el Estado de derecho para esquivar la democracia. Es lo que sucede, a mi entender, con el actual debate sobre Cataluña, sobre su eventual independencia y sobre la posibilidad de consultar a los catalanes sobre ella.

De un lado, los independentistas catalanes invocan la democracia para defender el supremo derecho a decidir de Cataluña de forma unilateral y al margen de las leyes. Al margen de las leyes españolas, cuya legitimidad impugnan pese a fundamentar las propias instituciones catalanas que reclaman la independencia (debieran pedir también la completa exoneración de Jordi Pujol, acusado de corrupción en base a leyes españolas), y por ello plantean la elaboración de unas leyes específicamente catalanas para lo que llaman la “desconexión”. En suma, invocan un poder que no se sujeta a la ley, sino que pasa por encima de la ley si esta no le conviene. Justifican tal proceder en el principio de soberanía de Cataluña, ya se sabe que la soberanía supone no tener por encima ningún otro poder, ni siquiera el poder del derecho. El sujeto soberano puede decidir sin límite alguno, eso es lo propio de la definición clásica de la soberanía, la que elaboró Bodino para apuntalar la monarquía absoluta y que luego se modificó para poner a la nación en el lugar del rey, cambio de sujeto que por sí solo no excluye la tiranía. Entiendo que la idea de soberanía nacional, por muy extendida que se halle, es contradictoria con la de Estado de derecho. En este, el único poder que puede estar por encima de ningún otro es, justamente, el del derecho. La soberanía de la nación, o de cualquier otro sujeto individual o colectivo, no pasa de ser una mera ficción jurídica que, como toda ficción jurídica, consiste en hacer como si algo es lo que sabemos que no es porque nos interesa para atribuirle unos determinados efectos. Hacemos como que el menor de edad formula una voluntad propia a través de sus padres o tutores, hacemos como que una sociedad anónima es una persona, hacemos como que la sede de una embajada forma parte del territorio nacional del país al que representa y no del país donde se ubica. Hacemos como que el Vaticano es un Estado soberano, o como que todos los Estados de la ONU gozan de igual soberanía e inviolabilidad territorial. Pero llevar las ficciones jurídicas al extremo tomándolas como una realidad es muy peligroso.

De otro lado, la reacción contra el independentismo catalán, protagonizada por el PP y su presidente, Mariano Rajoy, ya que se hallan al frente del Gobierno de España, se hace en nombre del Estado de derecho sacrificando la democracia. Apelar simplemente a que las leyes no permiten una consulta sobre la independencia, o que la Constitución española no permite la propia independencia, y aplicar la apisonadora judicial como único remedio (¿dónde quedó el principio de la intervención penal mínima?), supone renunciar a algo tan básico en un régimen democrático como la posibilidad de abrir el debate sobre modificar las leyes, incluidas las constitucionales, cuando estas no son adecuadas para resolver los problemas. Sacralizar y petrificar la Constitución acaba por destruir el Estado de derecho, las leyes inadecuadas para ordenar la realidad acaban volviéndose en leyes injustas, por inútiles, y su aplicación provoca más problemas de los que deberían resolver. Así mismo, el PP incurre en el mismo vicio que la afirmación de la soberanía del pueblo catalán, socavar la soberanía del derecho, al apelar a que la soberanía del pueblo español es indivisible. La Historia demuestra lo ficticio de la afirmación, también en 1812 se afirmó la soberanía de la nación española compuesta por los españoles de ambos hemisferios, que pronto resultó troceada por la independencia de los virreinatos americanos, mientras que la teoría política intenta conciliar principios contradictorios como la indivisibilidad e inalienabilidad del poder soberano con la división de poderes, con la soberanía compartida del federalismo o la que se ofrece como solución para Gibraltar, o con la cesión de soberanía a la Unión Europea. Aplicar escrupulosamente las leyes es obligación de Rajoy como cabeza del poder ejecutivo, pero promover la modificación de las leyes para adaptarlas a las necesidades del presente es su responsabilidad como líder del PP y diputado. Bloquear, no solo cualquier modificación legal o constitucional, sino incluso todo debate sobre la cuestión catalana y desconocer las reivindicaciones de una buena parte de la ciudadanía de Cataluña supone una grave irresponsabilidad que contribuye a empeorar la situación.

Por desgracia, en la coyuntura actual, las actitudes de los independentistas catalanes y de los dirigentes del PP se retroalimentan. Sus respectivas apelaciones a la democracia y al Estado de derecho, en las que ambos tienen parte de razón (sobre todo, en las críticas que formulan a la otra parte), están envenenadas por ser parciales y contribuyen a degradar tanto la democracia como el Estado de derecho, que son mucho más importantes que esos entes abstractos y borrosos a los que se llama nación, sea la nación española o la nación catalana.