el tema recurrente de Cataluña y la aparente imposibilidad de encontrarle una vía de solución que satisfaga las legítimas aspiraciones de un importante sector de la sociedad catalana a expresar su opinión en una consulta con todas las garantías legales me ha hecho releer los discursos pronunciados por don José Ortega y Gasset y don Manuel Azaña en las Cortes de la República, el 27 de mayo de 1932, con motivo del debate sobre la aprobación del Estatuto Catalán.

Lo primero que se nota en el tenor de sus respectivos discursos es el distinto tono o enfoque de ambos parlamentarios, no en balde existían entre ellos unas profundas diferencias debidas, quizás, a sus dispares trayectorias vitales. Mientras Ortega y Gasset es un filósofo, Manuel Azaña es un jurista con gran vocación política y aspiraciones de estadista. Había, además, entre ambos una aguda rivalidad.

Ortega efectúa en su disertación un análisis más superficial del caso catalán, hablando de “concesiones” que hace el Estado central para contentar a los catalanes, transfiriendo a regañadientes competencias a la Generalitat. Azaña rechaza la expresión “concesiones”, creyendo, por el contrario, que se trata de atender aspiraciones legítimas de los catalanes en aras de conseguir una mejor configuración del Estado.

Ortega utiliza profusamente el término “conllevanza”, que viene a tener un carácter fatalista pues, a su juicio, el fenómeno del autonomismo nunca va a tener una solución que colme las reivindicaciones catalanas. Habrá que resignarse eternamente a caminar juntos con la mochila amarga de la frustración.

Según Ortega, recuerda Azaña, el pueblo catalán sería “un personaje peregrinando por las rutas de la historia en busca de un Canaán que él solo se ha prometido a sí mismo y que nunca ha de encontrar”. Azaña, sin embargo, tiene una visión más optimista del pueblo catalán, pues cree advertir en él “un concepto sensual de la existencia poco compatible con el destino trágico que se entrevé en la concepción del señor Ortega y Gasset”.

Azaña se nos muestra, de nuevo, más positivo respecto al ensayo estatutario, preocupándose de asuntos tan esenciales como es el de dotar a la autonomía catalana de medios económicos suficientes, vía cesiones de impuestos, asegurando además, que con la autonomía habrán de mejorar los servicios públicos pues ”dándose la autonomía, entre otras cosas, para que los servicios que hoy el Estado no atiende bien, prosperen y se robustezcan, parecería un poco de burla decir a una región autónoma: yo no consagro más que x pesetas a este servicio, con las cuales no puede vivir; tú lo vas a desarrollar con las mismas pesetas. Lo cual supondría condenar a las autonomías al fracaso desde el principio”. El argumento de Azaña tiene una rabiosa actualidad en estos momentos en que las regiones están clamando por un nuevo sistema de financiación que sustituya al catastrófico actual, pero que el Gobierno central se resiste a implantar, pensando, quizás, tener así un más estricto control sobre las regiones.

Otro aspecto interesante que toca el señor Azaña es el de la lengua, manifestando con rotundidad, ante el supuesto peligro que el fomento del catalán pueda incluso hacer desaparecer la lengua castellana en Cataluña, como algunos agoreros pronosticaban, que ”tal temor no tiene fundamento alguno”, añadiendo a continuación que: “desde el momento que nosotros mantuviéramos un régimen político para la defensa de la lengua castellana, menguada sería la fortuna de la lengua que necesitase de esta protección”.

Se extiende en el delicado tema linguístico insistiendo: “No puedo suponer que los catalanes o los vascos puedan dejar de hablar en castellano y si dejaran, allá ellos; la mayor desgracia que le pudiera ocurrir a un ciudadano español sería atenerse solo a su vascuence o catalán y prescindir del castellano para las relaciones con los demás españoles y para las relaciones culturales, mercantiles, etcétera con toda América”. Y más allá, diríamos nosotros.

La cita es oportuna en estos momentos en que el Gobierno del PP, parapetado en el artículo 155 de la Constitución intenta atropellar las competencias autonómicas, planteándose introducir como lengua vehicular el castellano, además del catalán, dividiendo así al alumnado y desconociendo que el sistema actual de inversión en catalán ha funcionado razonablemente bien, no existiendo quejas relevantes y según se constata, además, en los buenos resultados de los alumnos catalanes en las pruebas en idioma castellano, comparables a los de las otras autonomías monolingües.

Se me argüirá, quizás, que en este debate de 1932 se estaba tratando de redactar un estatuto de autonomía probablemente inferior al actual de Cataluña y no de decidir sobre la realización de una consulta con opciones independentistas, pero también hay que tener en cuenta que se partía entonces de un Estado fuertemente centralizado, siendo un experimento que alarmaba a grandes sectores sociales.

En cualquier caso lo que se pretende resaltar es que hay en la actitud del señor Azaña un talante más abierto y constructivo que el del Gobierno actual, encerrado en un ensimismamiento negativo y torpe, sin ofrecer alternativas viables que pudieran seducir al pueblo catalán y que tanto daño está causando a la convivencia en el Estado y por ende a la marca España en el mundo.