¿de dónde le viene al hombre esa imperiosa necesidad de que la cosas hablen por él? Tal vez provenga de una intuición que hace sentirnos muy en el fondo de las cosas pertenecer a un mismo orden: un sustrato común en la naturaleza de nuestro ser compartido con el mundo orgánico e inorgánico que al parecer diera en Spinoza con la llamativa formulación de nuestra existencia como la de una “piedra con conciencia” actualizada por el pensamiento ecológico de la mano de Thimothy Morton, divulgador del concepto del antropoceno creado por el climatólogo Cru-tzen. Por lo que no resulta tan chocante pensar en esa gran familia que propugnada por recientes corrientes filosóficas incluyen a las cosas dentro de la metafísica tras Heidegger, como pueda ser la de Graham Harman; contempla políticamente la creación constitutiva de la magna asamblea del Colectivo, compuesta tanto de sujetos como de objetos, en Bruno Latour; y cuestiona, finalmente, con Manuel de Landa el imperio interpretativo de la linealidad histórica antropomorfista y ciertamente etno y ego-céntrica de la humanidad, de la comunidad y del individuo frente al mundo.

Todo ello, aunque no lo parezca, tiene que ver con el controvertido tema que hemos venido abordando del funerario a la vez que votivo, oferente y ofensivo monumento. Y en este sentido convendría tomásemos en consideración la reflexión de Harman al respecto: “Los rasgos eidéticos de cualquier objeto nunca podrán hacerse presente, ni siquiera a través del intelecto, debiendo conformarse con una accesibilidad indirecta por vía de la alusión, ya sea en las artes o en las ciencias”. (Eidos, como se sabe, consiste en ser la “idea como forma”, políticamente devenida a una con la Ilustración en ideología). Resulta clarificador, en este sentido, el que dicho filósofo, uno de los representantes más destacados de la corriente denominada “nuevo realismo”, nada más comenzar nos hable de dos conceptos íntimamente relacionados con la problemática abordada: “demolición” y “sepultamiento” (eso sí referidos a las prácticas cientificistas e idealistas, especialmente descritas desde una visión materialista). Un esfuerzo que pareciera defender más incluso que la propia existencia de las “cosas”, que ya de por sí nos-son-dadas, el “existencialismo” de las mismas, una especie de contar con vida propia. En este sentido deberíamos tener muy claro que el monumento se da gracias a la mediación del arte (sin entrar a valorar el grado de su excelencia), contribuyendo la ciencia mediante el necesario cálculo a darle estabilidad y permanencia.

Pero si de algo podemos estar seguros, en todo ello, es de que este monumento particularmente cuenta de partida con una muy mala “conciencia”. Obrar su transformación, por tanto, es una cuestión fundamental que se impone nada menos ni más que por algo previo a todo consenso entre partes encontradas como es el de aquél olvidadizo, debido a su escasez última, “sentido común”.

Le he preguntado al edificio qué es lo quiere decirme y aún antes de contestar la respuesta ha sido la sensual emanación de algo así como un aura de tristeza protagonizada por el hálito de miles de víctimas y de sus victimarios. En una sociedad con tendencia a la banalización de todo lo que toca, la solución no debe pasar ni por el prosaico utilitarismo de la necesidad del desarrollo urbanístico ni por el depravado infantilismo “mikemausiano” que demanda la huida de la realidad mediante la simulación de un hedonista mundo paralelo, ambas demandas basadas en las necesidades creadas por el hombre para sí mismo desde los ámbitos de lo material y espiritual. Tal estado anímico fue en su día descrito por el filósofo ruso Lev Shestov, de la siguiente manera: “Platón no logró persuadir a la Necesidad -ésta no oye razones-, y la Necesidad engañó a Platón. A cambio del “placer” de estar con todos y de pensar como todos, hubo que entregar todo. La Necesidad quedó como la soberana del mundo: el mundo entero le pertenece, y por mi voluntad se convirtió en un espectro. Y con ello, la caverna y todo lo que sucede dentro de ella de nuevo se convirtió en el reino de la única y última realidad, fuera de la cual no hay ni ser ni pensamiento”. La necesidad deberá estar sometida a la razón sí, pero una razón, si se me permite la expresión, de naturaleza espiritual, reflexiva, alejada de las múltiples casuísticas del sistema imperante basado en el enrocado consumo. Pues es, en definitiva, en aquel cristiano aserto que afirma “polvo fuiste y en polvo te convertirás”, la unión de las partículas mismas que hace de él una roca, donde obra el milagro de una convergencia de posiciones creyentes con el materialismo incrédulo pero igual de militante en búsqueda de potenciales soluciones paradisíacas que puedan dejar a todos más o menos satisfechos.

Por mi parte, he encontrado una potencial solución en el pensamiento que Baruch de Espinosa propusiera en la quinta parte de su Etica demostrada según el orden geométrico dedicada a dilucidar el “poder del entendimiento o de la libertad humana” y axioma primero. Dice así:

“Si en un mismo sujeto [ en nuestro caso relacional, de la cosa, el monumento con la persona] son suscitadas dos acciones contrarias, deberá necesariamente producirse un cambio, en ambas o en una sola de ellas, hasta que dejen de ser contrarias”.

Y en esto, si no se dan las condiciones políticas necesarias para su conservación lo que procede es su pronta destrucción. La responsabilidad, por tanto, no es de nadie ni de todos, sino de aquellos en quienes se ha depositado la confianza en ser los solucionadores del conflicto, en este caso los políticos, a quienes se supone estar convenientemente asesorados, y de su particular habilidad para llegar al obligado consenso. Para su provisión nada mejor que recurrir, nuevamente, a la intermediación reflexiva del arte y de la estética, siguiendo esa estela que Umbeto Eco nos dejara en su ya clásico El nombre de la rosa, de que hic lapis gerit in se similitudinem coeli (esta piedra se comporta en uniformidad con el cielo) competiendo su determinación, al parecer, a una esfera bajo dominio más sacerdotal (cualquiera sea su modalidad) que meramente laico. Un orden, en todo caso, afectado por la única cosa que según Aristóteles Dios mismo no pudo conseguir: “hacer que no sucediera lo que ya sucedió”.

El autor es escritor