Los incendios en la Amazonía, el pulmón del planeta, han generado una sensación de inquietud y pesimismo entre los interesados en la lucha contra el cambio climático, y con razón. Esta selva tropical almacena el dióxido de carbono, suavizando los efectos del cambio climático al conservar entre sus árboles altas cantidades de gases de efecto invernadero (GEI, a partir de ahora), manteniendo así el calentamiento global a raya. Desgraciadamente, su quema implica la liberación a la atmósfera de esos gases retenidos durante años. Es por ello que la deforestación supone la mayor fuente de GEI que provocan el calentamiento global (por cúmulo histórico), más que el uso de petróleo o la quema de carbón. No solo eso, sino que, además, este fenómeno genera una realimentación positiva: la quema de selvas emite GEI a la atmósfera, los cuales provocan el cambio climático y, por último, este es la causa de aumento en cantidad e intensidad de fenómenos como las olas de calor, que provocan incendios naturales. Eso, claro está, sin tener en cuenta la deforestación producida por las multinacionales en la búsqueda de suelo para la explotación ganadera.

¿Y cómo les hacemos frente? Huelga decir que, tratándose de un problema tan complejo, cualquier respuesta simple a esa pregunta será incompleta en sí misma. No obstante, sí resulta posible tratar de plantear alguna medida o, al menos, establecer un marco adecuado para debatir. Y en este caso, el marco de un problema local (entendiendo local por Brasil) que tiene consecuencias globales debería de medirse a nivel internacional. La tensión entre el crecimiento económico de ese país y la lucha global contra el cambio climático rompe las fronteras entre estados y el concepto de la soberanía tradicional, demandando una solución por parte de la comunidad internacional. Así se reconoce en el derecho internacional medioambiental: en un principio, durante los años del Protocolo de Kyoto, se estableció la diferencia obligacional entre países desarrollados y en vías de desarrollo por justicia histórica (puesto que los países más contaminantes han sido los llamados occidentales), estableciendo el principio de “responsabilidades comunes pero diferenciadas”; por el contrario, el Acuerdo de París de 2015 cambió esta perspectiva, igualando las responsabilidades de todos los países y convirtiendo el problema en uno global, que, por ende, exige de una respuesta internacional común.

¿Significa esto que Brasil debería, por presión internacional, ser el único responsable en hacerse cargo de esta catástrofe? No. En Brasil se encuentra el foco de un problema global. Este puede atajarse de dos maneras: exigiendo responsabilidad global a un solo actor (un sinsentido absoluto) o cargando los hombros de todos. Es decir, existe una vía injusta y otra justa. Todo depende de los esfuerzos que se den desde la comunidad internacional para asumir responsabilidades y comprometerse con acciones concretas que faciliten la transición de los modelos económicos y productivos existentes hacia unos sostenibles. Ya mencionaba anteriormente que la economía brasileña sufre de una tensión entre el desarrollo económico accesible y los problemas climáticos que este genera. Por ello, es necesario una alternativa basada en el desarrollo sostenible que beneficie tanto al planeta como a la oblación de países como este.

Programas de la ONU como el REDD+ (para la Reducción de Emisiones causadas por la Deforestación y la Degradación de los Bosques) ayudan financiera y técnicamente a países tropicales a frenar la deforestación y la contaminación que esta práctica genera. Un incremento de la financiación pública que reciben estos programas (por medio de partidas presupuestarias de estados, comunidades u otros), acompañada de una ampliación de los propósitos del programa para facilitar la transición a un modelo económico más deseable tanto social como climáticamente, podría resultar la solución justa y realizable. Proyectos como este son fundamentales para no castigar por segunda vez a países en vías de desarrollo, favorecer su crecimiento y reponer una deuda histórica que tenemos en Occidente. Abrazar el desarrollo sostenible como forma de crecimiento no solo traería beneficios evidentes a nivel global, sino que además la propia economía sudamericana se vería victoriosa al dejar de depender de la ganadería y el primer sector como parte importante de su economía. Raúl Prebisch ya luchaba contra la dependencia que esto suponía para Latinoamérica el siglo anterior. La producción de materias primas se daba en países como Brasil o Argentina y se vendían a Europa mientras que, en el trayecto de vuelta, Europa exportaba productos de valor añadido hechos con esa misma materia. Esta situación imposibilitaba un desarrollo independiente, al mantener Europa el excedente económico generado por esa producción de valor añadido. En el contexto de la deforestación del Amazonas esta idea se sigue reproduciendo: las multinacionales ganaderas extranjeras favorecen la quema de terreno para ganar espacio y facilitar la extracción de la materia prima (ganado) que tendrá como destino Occidente. Cabe destacar el repunte que ha tenido esta estrategia económica desde la toma de poder del presidente Bolsonaro, condenando a su población a un modelo económico cortoplacista y climáticamente perjudicial.

Es por ello que resulta imprescindible una respuesta internacional que contemple una solución climática y socialmente responsable, sin dejar a nadie atrás, ofreciendo una alternativa a ese modelo dependiente latinoamericano. La presión (emergente por nuestra parte, pero casi inexistente por parte de los gobiernos) y la persuasión deberían servir de motor de cambio para una región a la que tanto debemos y tanto nos da. La financiación de modelos de desarrollo sostenible, la conservación del Amazonas como santuario global y la lucha ante esta situación de emergencia climática debe convertirse en algo prioritario en la agenda internacional. Nuestro papel como individuos se ve limitado y es complejo en un espectro tan amplio como este, pero la concienciación al respecto y la influencia que podamos ejercer para facilitar el cambio son esenciales.