“Madrid como comunidad político-periodística-empresarial-cultural ha entrado en un estado neurótico, casi histérico, de fuerte alteración emocional que crea un ambiente enrarecido, incómodo y abrupto”. Leyendo, creí por un momento que había entrado en un estado terminal. ¡Hasta dónde nos empujan las metáforas! Lo cierto es que el hombre que ha escrito eso no es un becario pasado de vueltas, es José A. Zarzalejos, un agudo analista, o al menos considerado como tal. Sin embargo, en una oración de tan solo 24 palabras, se ha visto obligado a incluir 11 adjetivos calificativos (es decir casi el 50%). Son números fríos, pero demuestran que el avezado periodista se enfrentaba a algo extremadamente difícil de describir, tan difícil que solo ha acertado a explicarlo amontonando calificativos.

Yo mismo leo y releo el párrafo y no consigo hacerme a la idea de dónde está ese meollo indescriptible. No sé si reside en el ambiente, en el estado colectivo o en que Madrid como comunidad es un conglomerado caótico de adjetivos y objetivos irreconciliables. Me temo que el delicado estado de esa comunidad radica en sus cuatro elementos constituyentes (política, prensa, empresa y cultura) y que por su culpa le llueven todos esos adjetivos. Contra lo que pudiera parecer, de toda esa ebullición es imposible desentenderse, incluso aquí. Que esa comunidad no digiere bien los problemas, es evidente. Pese a ser tan afamado, el periodista no ha llegado a advertir que los intereses de sus cuatro soportes son tan variopintos que el conjunto madrileño padece un empacho problemático, mostrando signos que se pueden resumir con un solo calificativo bien sencillo: preocupantes.

Inasequible al desaliento, esa comunidad “histérica” (así la califica) sigue, sin embargo, empeñada en cargar sobre sus endebles espaldas institucionales muchos de nuestros problemas. Algunos de hecho nunca los delegamos, pero sus generosas instituciones todo lo abarcan, dejándonos en la grada como testigos de su soberano y baldío esfuerzo. A veces pienso yo si delegando ese plus de soberanía no se podría aliviar ese desmesurado esfuerzo. Pero no, siguen obcecados, arrastrando encima ese peso. Al final, si el ambiente resulta además “incómodo”, todo se complica. No digo ya a la hora de gobernar, proyectar, legislar o ejecutar, meras tareas de oficio en una capital, digo en algo tan básico como negociar.

Negociar parece que desquicia, al punto de haber disparado ese desequilibrio emocional. Acostumbrados a vivir en el centro de todo, acuden los negociadores a la mesa pensando que solo hay un punto de equilibrio, confundiendo la física con la geografía. Lo chocante es que se presentan en la reunión como si fueran gladiadores. De sus declaraciones previas se deduce que no tienen más consigna que combatir sin retroceder un palmo. Comerciar con nuestros principios ¡sería infame!, proclaman. Solo les queda, pues, el consabido toma y daca. Mientras tanto, los acompañantes (consejeros e intrigantes en general) juegan a mostrar señuelos y falsas noticias para distraer al público, que al final, aunque ha pagado la función, no se entera de nada. Se cuenta luego que han hablado de sillones, de tutelar instituciones neutrales, de repartirse el presupuesto, de contabilizar los apoyos, de cómo captar clientela y de imaginar posibles explicaciones.

Viéndolos poco después repartirse guantazos, sin haber olido los problemas, a algunos espectadores les da la risa. El tiempo, sin embargo, corre y hoy todo va camino de acabar en pesadilla. Lo mismo piensa el periodista, que no ceja y habla de un “clima neurótico”. Podemos incluso temer que, a través de las terminales del Estado, esto se propague, como si fuera un agente contagioso. Al fin y al cabo, su estructura es radial y los males centrales se irradian de forma natural hasta donde llega el ámbito de su incompetencia. Desde el kilómetro cero, se tiende a proyectar la anómala situación en todas direcciones, como si fuera un mal compartido o una afección del “cuerpo nacional”. Y entonces nosotros, ¿estamos lejos o cerca?, ¿podemos ignorar ese ambiente tan enfermizo? Pues no, porque son nuestros problemas los que pueden caer en el olvido. Pero también debo decir que no me siento muy influido por ese clima. ¿Acaso estamos por aquí neuróticos, histéricos o emocionalmente alterados? Pienso que no. Quizá no tengamos más equilibrio, pero probablemente contamos con otros criterios de medida. La distancia también ayuda a sustraerse del contagio, aunque no del todo, porque allí nadie se olvida de nosotros.

Hemos visto recientemente que un problema en Navarra no es “objetivamente” un problema de los navarros, que ni saben ni entienden su crucial condición de fetiche emocional, es un problema de Madrid, así dicen. Seguramente un problema en Murcia no es “propiamente” un problema de su gente, a pesar de que se empeñan erre que erre en pedir soluciones, es un problema de Madrid. Un problema de Andalucía no es un problema de “todos” los andaluces, pues a muchos se les ve desde Madrid vivir tan ricamente sin padecerlo. Así que Madrid, que todo dice ver, todo está dispuesta a solventar. Pero no es cierto, porque vamos viendo cómo se les acumulan los problemas, no solo territoriales, sin conseguir gestionarlos. En ese ambiente de creciente parálisis parece ser que la negociación ha dado paso al delirio, un delirio que les impide asumir la realidad y ofrecer soluciones.

Para los que venimos asistiendo a esta larga cacofonía, la orquesta desafina cantidad, y lo hace desde hace mucho además. Mucho más de lo que cree el ilustre periodista, que, mira por dónde, escribe su artículo como si, después de tantos años en la villa y corte, hubiera descubierto hoy, así como por casualidad, un clima delirante que, visto desde fuera, tiene más de habitual que de ocasional.