Uno. Porque soy inmigrante. La razón más común por la que la gente emigra y busca suerte en otro sitio del planeta es porque quiere mejorar sus condiciones de vida. Puede ser por razones políticas o económicas o, que no es nada raro, por las dos. Sea como sea, quieres prosperar, aunque muchas veces esto significa simplemente sobrevivir. El medio más común para obtener dicho fin -descartando robar y mendigar- es trabajar. Pero es difícil encontrar un trabajo decente si no entiendes el idioma, no sabes expresarte y además, tu formación, quizás muy valiosa en tu país de origen, aquí no vale nada. Sin conocimientos del idioma estás separada del resto de la sociedad y lo único a lo que puedes aspirar son los trabajos que no implican la comunicación directa ni mucha responsabilidad, ya que nadie se fiará de ti lo suficiente para emplearte en alguna empresa con vistas al futuro. ¿Qué queda entonces? Trabajos que nadie quiere desempeñar, a menudo duros y desagradables, mal pagados, la mayoría de las veces sin cotización a la Seguridad Social ni ningún otro derecho social.

Cierto es que puedes intentar convalidar tus estudios, pero el tiempo que te llevará esta odisea puede oscilar entre dos y cuatro años y nadie te garantiza que una vez empezado el arduo proceso de homologación de tu diploma lo terminarás con éxito. Primero debes reunir la documentación requerida, que cuesta mucho tiempo y más aún de dinero, ya que las traducciones juradas son muy caras. Hay que viajar a tu país de origen y reunir los documentos, obtener tu plan de estudios detallado de tu universidad, conseguir su traducción jurada, sellar en la embajada y -por muy absurdo que suene- volver a traducir los sellos. Luego quedan varios viajes a Madrid porque los documentos hay que entregarlos al Ministerio de Educación. Pero, aunque no necesitas convalidar tu diploma, o ya has conseguido, aunque hables castellano realmente bien, hay muy pocas empresas que no te descarten enseguida, no se fiarán de ti. Eres extranjera, y lo serás para siempre. Y si después de veinticinco años de residencia en España, teniendo el título de licenciada y hablando castellano mucho mejor que el español promedio alguien te pregunte: “¿Tú no eres de aquí, verdad?”, no pierdas los nervios?

Dos. Porque soy mujer.

Hay varias razones para emigrar. El mío era el amor. He cometido la imprudencia de casarme y tener hijos. Con la típica ligereza en la toma de decisiones de una persona con veintitantos años me enamoré de un español, me quedé embarazada y llegué a España con un bebé de tres meses en brazos, llena de ilusión, optimista y feliz. Pero bien poco duró mi optimismo, ni me imaginaba la soledad a la que me condené yo misma. Mi marido trabajaba muchas horas al día y yo me quedaba en casa con la única compañía de mi pequeña hija. No hablaba el idioma, lo que tenía repercusiones en varias dimensiones de mi nueva vida: la compra era difícil, la comunicación con la pediatra imposible, relaciones personales nulas, y apoyo de mi familia y amigos de mi país de origen inexistente. También me sentía privada de pequeños placeres intelectuales, tales como leer libros, prensa o revistas, ir al cine, o simplemente ver la tele. Mi vida se limitaba al cuidado del bebé. Herméticamente cerrada, sin poder acostumbrarse a las nuevas costumbres, comida, horario y clima, caía en picado en una depresión.

Sin embargo, pasaron los años y mi vida mejoró. Empecé a hablar castellano, comunicarme con las personas, funcionar mejor en la sociedad. La niña fue al colegio y yo -dentro de su horario escolar- podía desempeñar algunos trabajos. Con el tiempo, convalidé mi diploma y tuve mi primera oferta seria de trabajo. Y entonces, por segunda vez en mi vida, me quedé embarazada. Por supuesto, dejé de trabajar, alguien tenía que quedarse al cuidado del bebé. Pero esta vez todo era más fácil, después de un tiempo mi segunda hija fue al colegio y yo pude volver a trabajar.

Era un periodo de mi vida muy difícil. Si quería mantener mi trabajo, tenía que trabajar muy duro y emplear muchas horas. Pero sobre todo, quería ser buena madre y buena esposa, cuidar de mis hijas y cuidar de mi marido. Esto me suponía un cansancio y estrés enormes, tales que al acostar a las crías simplemente me dormía de pie. Mi marido ni me ayudaba ni lo entendía, así que la situación en casa como poco era tensa?

Tres. Porque me divorcié.

Cuando mi hija mayor cumplió nueve años y la pequeña tres, mi marido y yo nos divorciamos. Las niñas eran pequeñas y acostumbradas a estar conmigo, así que ni ellas ni yo queríamos custodia compartida. Pero sola, sin ningún familiar que pudiera echarme una mano, podía trabajar solamente mientras mis hijas estaban en el colegio. Para conservar mi puesto de trabajo era necesario continuar con la formación, y eso era algo imposible en aquel momento. Y así fue como perdí la única e irrepetible posibilidad de un trabajo que me gustaba, acorde con mi formación y mis conocimientos. ¿Qué quedaba pues? Vuelta a trabajos físicamente agotadores, duros, ingratos, mal pagados. Aunque contaba con pensión alimenticia, tenía que trabajar todo lo que pudiera, no hacer cursos y sacar carreras. Se trataba de una lucha por sobrevivir, día a día, por hacer todo lo posible para que mis hijas crezcan sanas y salvas.

Cuatro. Resultado:

-Mientras yo luchaba por sobrevivir criando a mis hijas, mi exmarido sacó una carrera, se formó sacando cursos y cursillos y ahora cuenta con un buen puesto de trabajo y mejor aún el sueldo.

- Mis hijas se han marchado a casa de su padre, donde no pasan estrecheces y tienen todas sus necesidades económicas cubiertas.

- Yo me quedé sola, con muy pocas probabilidades de avanzar con mi vida laboral -es realmente difícil hacerlo con más de cincuenta años- condenada a trabajos precarios y dependiendo de Servicios Sociales.