a verdad es que han sido contadas las ocasiones en las que he pisado la nueva estación de autobuses, tan solo un par de veces para despedir a mis hijas de algún viaje, alguna salida de la comparsa de gigantes, y el pasado sábado, que tomamos el autobús de regreso tras pasar el día en una de las sidrerías que cuentan algunos pueblos del norte de Navarra.

En el mismo autobús viajaban varias cuadrillas de jóvenes que, como nosotras, habían tenido la idea de pasar la velada en ese lugar degustando la sabrosa sidra de nuestra tierra. Unas celebraban la despedida de soltera, otras olvidaban la rutina semanal y nosotras, más mayores, sexagenarias, continuábamos con esta tradición anual de la cuadrilla. En un mundo donde va imperando la competición y el ir cada uno a lo suyo con las narices pegadas a los móviles, hay veces que, al igual que antes, en torno a una mesa y a unas barricas de vino o kupelas de sidra, surge espontáneamente la camaradería entre la gente que se encuentra en ese mismo lugar, olvidándonos por unos momentos de nuestras penas y de nuestros móviles, estando todos más atentos al txotx o palillo que se retira de las kupelas para que fluya la sidra en los vasos, yendo a caer el sobrante a un pozal. Algo parecido a lo que sucede en los Sanfermines donde, en la plaza de toros, compartimos con todo el mundo nuestra merienda y las bebidas que guardamos en nuestros pozales.

Pues bien, la vuelta en el autobús me recordó a aquellos años de estudiante donde, al igual que ayer, se cantaba a la novia del señor conductor, a Osasuna, y demás canciones, para continuar con la confraternización en el viaje de vuelta a Iruña ya saciados de tan rico caldo.

Y a mis años he descubierto que no hay mejor manera de regresar a casa tras una juerga que en un autobús y con buen ambiente, sin estar expuestos a jugarnos la vida en la carretera.

Llovía poco, pero llovía tras un invierno seco, de los de ahora, de los que apenas hace frío, nieva o llueve. Ayer llovía, y doy fe que la lluvia había comenzado mucho antes de que comenzáramos a cantar nosotras, por lo que ese merito no nos lo podemos atribuir como nuestro.

¡Y más vale! Más vale que el invierno está siendo seco y estos días no diluvia como lo solía hacer en épocas pasadas, porque de lo contrario hubiéramos tenido que salir a nado de la nueva estación de autobuses de Pamplona. Curioso, porque en cierta medida aquello también me trajo al recuerdo la plaza de toros en Sanfermines, pero una vez vacía de gente y donde quedan huérfanos un montón de pozales por doquier. Y por doquier estaban allí, en nuestra nueva estación, en la que seguramente se hayan gastado un montón de dinero de los contribuyentes para que tengamos que andar ahora sorteando infinitas goteras socorridas por múltiples pozales. Y de charcos, que tal vez no llegue el presupuesto para aprovisionarse de más, ya que algunas goteras morían golpeadas contra el duro suelo sin un pozal para ellas.

Habría que investigar si el techo de la estación cuenta también con txotx y alguien los hubiera retirado para que manara tanto goteo.

Eso sí, como muy modernas y europeas que somos, advertimos a las visitantes que se anden con cuidado, no vaya a ser que se vayan a patinar y romper la crisma, porque el suelo se muestra un poco resbaladizo.

Y lo hacemos en inglés, fíjate qué detalle, no vaya a ser que esos carteles amarillos de advertencia vayan a estar escritos en euskera y nos vayamos todas al suelo por no entender lo que quieren decir. ¡Qué pena! En fin, de vergüenza, sentí una tristeza al ver aquello de esa manera tan tercermundista que supliqué al de arriba que, por favor, parara de llover ya.

Cuánto dinero nos cuesta y qué poco aguantan las construcciones que mandan hacer hoy en día nuestros mandamases. Otra cosica eran las de antes, aquellas sí que aguantaban siglos. Hasta que llegaba alguien y las destruía con despropósito, como tantas cosas que han borrado de nuestra historia. Un claro ejemplo es nuestra querida plaza del Castillo, que la han estropeado por fuera, nos han dejado sin su precioso mosaico y sin la sombra de sus árboles. Ya no es la que era, se la han cargado, así como la parte de nuestra historia enterrada bajo ella. Cargándose de paso un poco más de la historia de nuestra vieja y querida Iruña.

¡Qué ganas! Y qué pena de calles sin el adoquinado que durante siglos han pisado nuestros antepasados y por donde ahora, con las sustitutas losetas, nos tropezamos por doquier.