as personas somos seres dotados de logos; esto es, de razón, de palabra. Y una de las capacidades que tenemos y debemos desarrollar es la de preguntar y preguntarnos. Algo que, por lo que he visto, molesta mucho e indigna a quienes creen tener la razón absoluta o la respuesta única a las dudas de los demás. Aún así, y quizás por eso mismo, hay que seguir preguntando y preguntándose.

La epidemia del coronavirus ha puesto a toda la Humanidad en una situación sin precedentes. Todo el mundo sabía que algo así podía ocurrir€, pero en Occidente no lo creíamos tan probable. Ha ocurrido y todos estamos llenos de incertidumbres. Cierto es que en muy poco tiempo se han despejado muchas dudas. Recuerdo que cuando se dio la epidemia de Sida, se tardaron tres años en descubrir el VIH que la causaba. En el caso de la COVID-19, a los tres meses se conocía ya la estructura genética del virus. ¡Un salto de gigante!

Pero me atrevería a decir que casi todo lo demás es aún un cúmulo de incertidumbres. Por eso me llama tanto la atención que desde algunos sectores y organizaciones se esté exigiendo certeza en las decisiones políticas y económicas. Certeza, cuando la única certeza que tenemos es la del sufrimiento que este virus está causando en cuanto a pérdidas humanas, enfermedad, dolor, aislamiento, alteración de las relaciones sociales, aumento de la pobreza y la exclusión, caída de la economía, etcétera.

He escuchado muy a menudo la pregunta -formulada políticamente en modo acusación- de si se actuó con tardanza. Y está claro que sí. Todos hemos actuado tarde. Tarde porque la posibilidad de una pandemia así estaba ahí y nadie le dio la importancia suficiente. Pero no me refiero al 8 de marzo ni al 7 ni al 6, sino a tantos años previos en que todos, sociedad y políticos, hemos preferido dedicarnos a otras cosas.

Entre las certezas se sitúan también las tres formas que en estos momentos tenemos de frenar un brote de cualquier enfermedad infecciosa: la identificación y el aislamiento de las personas infectadas así como de sus contactos personales; medidas generales de higiene como el lavado de manos y otras (uso de mascarillas y desinfección de ciertas áreas que luego comentaré); y el distanciamiento social que puede llegar al confinamiento, como hemos puesto en práctica en todo el Estado.

Sabemos cuál es hasta ahora el número de personas diagnosticadas mediante tests; pero, dado que el número de tests realizados es el que es, me pregunto cuántas son las personas infectadas en realidad y cuántos los contactos de éstas. Y me pregunto, por ende, cuántas de ellas han sido aisladas (no solo confinadas).

Cierto es que el lavado de manos ha sido muy bien impulsado desde las instituciones político sanitarias, y que este mensaje ha sido unívoco desde todas ellas. No ha ocurrido lo mismo con el uso de mascarillas (y hay quien critica a los gobiernos central y autonómicos) por las diferencias de criterios o por la modificación de los mismos. Algo similar ocurre con las desinfecciones de las calles y centros. Tampoco en todo esto hay certezas.

El 6 de abril, nada menos que la OMS no recomendaba el uso de mascarillas por parte de la población porque no había evidencia de su efectividad. Diez días después, los CDC sí lo recomendaban y así se ha estado promoviendo en países como Canadá, Corea del Sur y República Checa€ Me gustaría decir al respecto que la ausencia de evidencia de la efectividad de una medida no es evidencia de su inefectividad; por lo que, añadido al bajo coste de las mascarillas artesanales -menor aún si se producen localmente-, no estaría de más recomendar su utilización por parte de todos, sin abandonar, lógicamente, el resto de medidas. Pero lo que digo tampoco es una certeza sino una propuesta basada en la incertidumbre.

Ocurre lo mismo con la desinfección de las calles. No hay ninguna evidencia de transmisión del coronavirus de superficies a personas, por lo que tampoco tendría sentido la gran movilización -muy bien publicitada- que algunas instituciones y fuerzas han realizado en algunas localidades ¡e incluso en el monte! Por eso me pregunto y he preguntado en qué razones se basaban estos actos y qué coste tenían. Porque pienso que muchas de esas personas y ese esfuerzo se podía haber dirigido -seguramente aún estamos a tiempo de hacerlo- a conseguir objetivos concretos mucho más eficaces en nuestra pelea contra el virus.

La ciudadanía ha entendido y aceptado que la retirada del derecho a la libre movilidad era una necesidad para hacer frente a la epidemia, y está resignadamente confinada en sus casas por decisión del Gobierno, decisión que comparto y defiendo. Ahora bien: ¿cuál es el objetivo concreto del confinamiento? Porque sí se entiende que ésta es la forma de disminuir el número de contagios, y por tanto de necesidades de atención sanitaria y de fallecimientos. Y parece claro que un confinamiento de 2 meses será más efectivo a este nivel que uno de 2 semanas; pero me pregunto si con estas medidas no estaremos, de hecho única y exclusivamente, retrasando el pico de contagio y sus consecuencias€ Porque no parece que el número de personas contagiadas hasta el momento sea el suficiente para ofrecer una inmunidad rebaño a la población; inmunidad que será la única posible protección farmacológica mientras no tengamos una vacuna mínimamente segura y eficaz contra el virus.

Me hago y hago todas estas preguntas en un momento en el que las personas que trabajan en determinadas actividades no esenciales han vuelto a su puesto; y cuando se empieza a hablar de la desescalada del confinamiento. Desescalada que me provoca muchas otras preguntas y reflexiones que en este artículo no tendrían cabida.

La Salud Pública depende de la confianza pública. Las personas que trabajan en la Salud han conseguido nuestra total confianza. También quienes trabajan en otros servicios esenciales. Porque han actuado al unísono, eso sí, preguntando, protestando, quejándose de lo que creían debían quejarse; pero poniendo el bien público, los intereses ciudadanos por encima de los suyos propios. Algo que nunca les agradeceremos suficientemente. Esta es mi certeza fundamental en esta epidemia. Y la lección que toda la sociedad y los políticos que la dirigen debiéramos aprender.

El autor es senador autonómico por Navarra. Miembro de Geroa Bai