a política parece deslizarse peligrosamente por el sendero de las falsa noticias, hasta el punto de que se construyen relatos sin importar lo más mínimo si se ajustan a los hechos o no. En fin, parece que el utilitarismo nos lleva a la conclusión de que no hay nada más eficaz que la mentira. La tropelía que se comete con la difusión viral de los fake news es grave, pues las consecuencias son más trascendentes de que lo que pudiera parecer. De hecho, la política se trivializa y se vacía de credibilidad y rigor, en la medida en que su eficacia a la hora de lograr un objetivo se basa en la influencia que se ejerce con una determinada información, aunque ésta sea falsa. Las noticias falsas, conocidas también con el anglicismo fake news, son mentiras más o menos elaboradas, que se difunden a través de la prensa escrita, radio, televisión y redes sociales y cuyo objetivo es la desinformación. Son altamente tóxicas y pueden tener graves consecuencias que afectan al conjunto de la sociedad. En su mayoría las fake news tienen una finalidad política, cuyo objetivo es generar desconfianza y desafección hacia los políticos y a sus respectivos partidos, así como devaluar los cimientos de los regímenes democráticos. Tras las noticias falsas se encuentran, además de los necios sin escrúpulos, formaciones políticas de ultraderecha, colectivos neonazis, grupos negacionistas y algunos infames tabloides. No cabe duda de que luchar contra las fake news es uno de los retos del siglo XXI, pues son las redes sociales, tan difíciles de neutralizar, las que actúan como principal canal de difusión de estas noticias que se emiten intencionadamente y con conocimiento de su falsedad. Cualquiera puede diseñar con falsa información estrategias basadas en viralización y marketing, cuyos objetivos políticos buscan la desestabilización de un gobierno e incluso de un sistema. No es casual que la difusión de estas noticias fraudulentas se multiplica ante la proximidad de unos comicios, como así ocurrió en las últimas elecciones de EEUU, que ganó Donald Trump, y en el referéndum para la salida del Reino Unido de la Unión Europea, denominado brexit. Las informaciones circulan tan masiva y aceleradamente en las redes sociales que se tiende a darlas por veraces y difundirlas compulsivamente, sin detenerse a comprobar su veracidad. A las falsas noticias se suma la tergiversación y devaluación de las palabras, cuyo uso abusivo y adulterado las convierte en significantes o carcasas vacías que tensionan su verdadero significado. Hoy día es frecuente utilizar despectivamente conceptos tales como fascista, dictador, totalitario, nazi, felón, filoterrorista, antisistema, comunista o rojo, atribuyéndolos a comportamientos que nada tienen que ver stricto sensu con dichos conceptos, dejándolos huérfanos de su verdadero significado. Esta torticera utilización los convierte en términos vacuos y en poderosas armas arrojadizas. También creo oportuno aclarar que no es lo mismo la libertad de expresión y la libertad de información, a menudo invocadas conjuntamente y citadas como indistintas. La libertad de expresión, cuyo objeto son las ideas, las opiniones, las apreciaciones subjetivas y los juicios de valor más o menos fundamentados, no debe confundirse con el derecho a comunicar información, que se refiere a la difusión de hechos que merecen ser considerados noticiables. Esta distinción tiene una importancia decisiva a la hora de determinar la legitimidad ética del ejercicio de esas dos libertades, pues mientras los hechos son susceptibles de ser probados, las opiniones no precisan de una demostración de exactitud, por lo que al que hace uso de su libertad de expresión no se le exige veracidad, ya que son meras interpretaciones de los hechos con cierto fundamento lógico. La libertad de información entendida como el derecho a emitir y recibir información veraz no puede amparar el derecho a emitir noticias falsas, que se trasmiten bajo la apariencia de hechos probados, sin serlos en realidad. Por tanto, la espinosa tarea de discernimiento a la hora de poner límite a las noticias falsas, deberá pasar por delimitar ante qué tipo de contenido nos encontramos, esto es, si nos hallamos ante un hecho falso que no se ajusta a la realidad, en cuyo caso tal información no debe encontrarse amparada por el derecho, o si es ante una opinión, que encuentra refugio en la libertad de expresión. En fin, la estela de estos fraudes morales se borra con demasiada facilidad, hasta el punto de que la memoria resulta grotesca, mostrando su costado de disparate y ruindad. Así la ética informativa sigue siendo la asignatura pendiente de la política, de ciertos medios de comunicación y de las redes sociales. Lamentablemente no hay indicios apreciables que nos hagan pensar en que la situación vaya a mejorar. En fin, ante las fake news, la sociedad no hace sino enhebrar silogismos de indignación y pesadumbre.

El autor es médico psiquiatra y presidente del PSN-PSOE