n estas fechas tan entrañables, miles de mujeres navarras se habrán sentado a celebrar las Navidades con su maltratador, con su agresor. Le habrán puesto una mesa preciosa, habrán sacado el mantel de las ocasiones, igual habrán encendido velas y le habrán preparado sus platos preferidos, los más laboriosos, los más ricos. Le habrán pasado los langostinos, le habrán acercado el pan y le habrán llenado la copa de cava amagando una sonrisa en la cara. Y todo el mundo, quienes no lo saben y quienes lo saben también, habrá hecho como que no pasaba nada, como que todo estaba bien.

Por eso, ahora que se entiende con claridad qué es una pandemia, hay que recordar que según la OMS, "la violencia contra la mujer es un problema de salud global de proporciones epidémicas" y que "la violencia de pareja es el tipo más común, ya que afecta al 30% de las mujeres en todo el mundo". Es decir, "la ejercida por la pareja es la forma de violencia más común en la vida de las mujeres, más que la perpetrada por extraños o desconocidos".

Cuando una situación de violencia se detecta, no se trata de decirle a la mujer "sal de ahí, escapa, huye corriendo". Si hubiera sido capaz de marcharse, ya lo habría hecho. La realidad es que casi siempre no tiene ya fuerzas, que se le ha roto el respeto de tanto mancillarlo, que le resulta difícil conectar con su propia dignidad. Por eso, se trata más bien de ponerte a su ladito, a un costado, y decirle: si quieres, cuando quieras, yo voy contigo.

Porque las mujeres que sufren maltrato o violencia sexual viven su situación como algo vergonzoso. Y también lo vive así su entorno más cercano: somos una familia bien y esto en mi familia no pasa. Se pone en marcha el código de silencio familiar, o lo que aquí sería la omertá en versión foral. Las prefieren muertas por dentro, las prefieren locas antes que señalando al agresor.

Porque además suele suceder que cuando una mujer rompe el silencio, en un triple salto mortal, ella de repente pasa a ser el verdugo despiadado y el agresor violento se convierte en la víctima inocente que nunca ha roto un plato. Si es un buen hombre, con lo majo que es. No hay situación más perversa.

Y esto pasa aquí y pasa en todas partes. Pasa en todos y cada uno de los pueblos, en todos y cada uno de los barrios, en todas y cada una de las ciudades, en todas y cada una de las clases sociales. Y esconder y ocultar no ayuda. Hay que destaparlo, sacarlo, hablarlo, airear y ventilar para que salga el pus de la herida y pueda empezar a sanar. Hay que entender que la vergüenza no es de la víctima, sino del violento, del agresor, y que la vergüenza es también de la familia que, más o menos sutilmente, le obliga a callar.

Por eso, mujer, si estás pensando en dar el paso, recuerda por favor: la convivencia familiar es algo íntimo, sí. El sexo es algo íntimo, sí. Pero la violencia física o psíquica es delito, la violencia sexual es delito, y no merecen discreción.

Claro que dar un puñetazo encima de la mesa, o incluso contárselo muy bajito solo a tu mejor amiga puede parecerse bastante a tirar una bomba nuclear. Claro que te preocupan las repercusiones que puede haber entre tus propios hijos, en el resto de la familia, entre los amigos. Claro que has pensado mil veces en el control de daños. Pero es el momento de cuidarte a ti, de protegerte a ti. Por fin.

Las mujeres no hemos venido al mundo para ser personas abnegadas que tienen que autoinmolarse en nombre de un bien superior.