on el horizonte de un mundo pre-programado por entidades y corporaciones fuera de nuestro más inmediato alcance, la realidad que haya de afectarnos individual y societariamente no parece ser otra que aquella de la interminable renovación dentro de un orden y bajo una ley en que consiste toda acción heterónoma. Al menos en el sentido que le da Paul Gilbert cuando somete la visión de una voluntad integrada o emancipada, según, a los designios de un régimen bien sea heterónomo, autónomo o, por el contrario, permanentemente inconcluso en su utopía, ya que los dos primeros conceptos, al menos para el filósofo belga, “hablan de nomos, de ley, exterior en el primer caso e interior en el segundo”. Ahora bien, para el primero, nos dirá: “Las relaciones sociales descansan sobre el deber y se practican en el miedo; no hay bien fuera de aquí. [...] Por el contrario, los utopistas insisten en la autonomía de la libertad [...] Para ellos, los medios usados por los partidarios de la heteronomía son inútiles, e incluso peligrosos, puesto que contradicen la esencia de la libertad. Es absurdo pensar que la libertad accede a su verdad por la coacción, por su contradicción. [...]La autonomía de la libertad no se ha dado todavía, pero la esperamos y nos comprometemos para que esta esperanza no sea frustrada”.

No es, por tanto, que la izquierda, tradicionalmente asociada con la utopía, sea más moral que la derecha, sino que busca realizarse en una autonomización del procedimiento que la derecha como fuerzas consolidadoras de lo establecido, o por establecer, desprecia dada su heterónoma supeditación al canónico orden de lo dado. Quienes desde este último ámbito demandan acceder a un estado ético y moral, fundamentalmente inspirado en modelos anteriores, son tildados de reaccionarios. No obstante, todos los que practicamos algún grado de la militancia política, somos heterónomos buscando alcanzar una cota autonómica, sin perder el horizonte utópico. Al menos eso cabe esperar de entre los más idealistas de la clase política cuyo enfrentamiento al pragmatismo ramplón de lo establecido consigue hacer pierdan la mayoría de las batallas presentes bajo la esperanza de una inalcanzable victoria que habrá de tardar en llegar y a la que, por desgracia, tenemos bastantes boletos adquiridos para una segura inasistencia.

La creencia, por tanto, en política como en religión juega un papel fundamental, siendo motor de toda acción. Ahora bien, esta constatación no obvia la necesaria pregunta sobre en qué creer: en las verdades de la religión, de la ciencia, de la economía, de la política o, para mayor abundamiento, tal vez de las derivadas de nuestras experiencias. Todas ellas, salvo en el primer caso en su ortodoxia, permanentemente revisables en función de los nuevos descubrimientos y acuerdos para la mejora de una intersubjetividad que dé sentido a lo realizado. Lo que da a entender, en Habermas, el que: “La religión, que en gran parte ha quedado privada de sus funciones de imagen del mundo, sigue siendo insustituible cuando se la mira desde fuera, para el trato normalizador con lo extracotidiano en lo cotidiano. De ahí también que el pensamiento postmetafísico coexista aún con una praxis religiosa”.

He sido, y continúo siéndolo en alguna medida, escéptico respecto de las bondades, por dar con un ejemplo actual, de la vacunación. Sin embargo, cuando me la pusieron sentí un enorme alivio, a pesar de no entender absolutamente nada sobre los procedimientos que hayan podido dar con una clave para la potencial sanación corporal del humano. Irónicamente, la masificación del procedimiento por el que guardábamos una interminable cola, esperando el correspondiente turno, me recordaba el método por el cual es tratada una industrializada cabaña de seres vivos estabulados (un estabulario, irónicamente, estando recogido por la academia, consiste en ser “la instalación donde se tienen los animales destinados a estudios de laboratorio”). La programada experimentación en esta momentánea visión ciertamente distópica consistiría en una asunción por la vía del hecho consumado para el establecimiento de un nuevo condicionamiento de la intersubjetividad, de la manera en que nos relacionamos unos con otros que en la versión oriental recogida por el filósofo japonés Tetsuro Watsuji se habría de denominar como aidagara y en la expresión fenomenológica relación intencional. Para Habermas, en Fichte, esa yoidad y autonomía condicionada por la libertad del otro es la que al parecer da un cierto grado de juicio a la democracia formal, sin perder de vista la matizada crítica de que: “Como los sujetos no pueden ser más que objetos los unos para los otros, su individualidad, incluso en los recíprocos influjos que ejercen unos sobre otros, no puede ir más allá de las determinaciones objetivistas de la libertad de elección estratégica, pensada conforme al patrón del arbitrio de sujetos jurídicos dotados de autonomía privada”.

Conservamos, al menos formalmente, la libre elección sobre la decisión de vacunarnos o no, así como la responsabilidad para con los demás a la hora del no hacerlo, con la que mediáticamente viene cargándose la conciencia. Es como si se nos quisiera imponer la fe en su manifiesta bondad condicionada por el hecho del que de nuestra negación habrá de derivarse un incierto futuro dominado por el deterioro del precario equilibrio sistémico del que hemos gozado. La necesaria aplicación de un juego de reglas en permanente revisión que consigue como efecto más reseñable la desorientación generalizada de quienes, perteneciendo al ámbito del habermasiano mundo social de la vida, entendemos más bien poco de los grandes intereses que movilizan el mundo actual sometido a preventiva suspensión y aún menos del resolutivo lenguaje utilizado por la ciencia en su determinación. Una materia, en todo caso, mediada por la estadística cuyo talón de Aquiles consiste, en la opinión de la escritora y ensayista Siri Hustvedt, “en la cuestión de las similitudes y diferencias, y en cómo se definen y se mide. ¿Qué deberíamos suprimir de estas historias y estadísticas, y hasta qué punto son significativos los casos particulares y las cifras de población?”, con la que los medios al servicio del poder maltratan minorizando los perversos efectos de su no suficientemente valorada contraindicación.

El autor es escritor