eo los ojos glaucos de Putin enfocando a Europa para desenfocar lo que sufre su pueblo ruso, y como toda amenaza militar que acompaña a un delirio personal, es decir, siempre, padezco dolor por los ucranianos bombardeados, recibiendo un castigo desmesurado por una pretensión legítima como es la de entrar en Europa, por quien no tiene potestad de juzgar tal deseo, y mucho menos de castigar. Trajina mi ánimo apesadumbrado por tierras heladas de Ucrania, en viaje imaginario que los medios informáticos hacen posible, en coches, buses y trenes, en compañía de una multitud que aborrece la guerra y debe abandonar además su hogar. Grande o pequeño, rico o mísero, pero su hogar. El que han construido con el trabajo de sus manos, el sudor de su frente, la ilusión de cada hora y minuto de cada día por crear una familia o de envejecer donde se vivió desde niño. El dolor tiene sonido de llanto. El pánico de alarido.

Putin y su camarilla, en carrera enloquecida de amenazas y armas en las que incluye la nuclear, y ahí es nada, en nombre de un imperio que le ha enriquecido -entre sus valores suman curiosamente tres palacetes en Biarritz-, dictaminan, desde una posición confortable y segura, la invasión a un país fronterizo e independiente, mandando tropas de jóvenes cumpliendo el servicio militar. Lloraba mientras veía a los chicos rusos capturados, perplejos de semejante situación y que imploraban regresar al hogar maternal.

Soy hija de vascos exiliados de la guerra civil del 36, en la que unos militares se levantaron en armas para imponer un orden que solo a ellos convenía, disfrazando el egoísmo brutal de su alzamiento, con ideales utópicos donde mezclaban religión y patria, instintos básicos removidos con maestría. Mis padres, como tantos más vascos, como ahora los ucranianos, defendieron lo suyo con dignidad, pero les tocó perder y emprender la evacuación, ese exilio desmesurado que los llevó desde la Euskadi natal a la América libertaria de su tiempo. Padecieron hambre y sed, sobre todo de justicia, pues no creían en aquella Europa militarizada a la que el escritor Tellagorrri definió como jaula de locos y desesperados. El precio fue que perdieron su país de origen, sus vivencias familiares, los velatorios de sus muertos. Hasta el lugar de su enterramiento. Sus hijos no nacimos al albur de los vientos. Cierto es que reconstruyeron lejos de Euskadi otras Euskadis. Eso expresa la magnitud de su dolor. Y también de su resistencia.

Recuerdo, en este aflorar de vivencias que me provoca esta guerra, que hace 500 años sucedió la rendición de Amaiur, ultimo reducto del reino de Nabarra, invadido en 1512 por las tropas del duque de Alba al mando de Fernando el Católico, traspasadas sus fronteras, como lo ha hecho Putin con Ucrania, y que tras diez años de lucha, lograron rematar en la derrota en Noain, 1521, restando un conato de resistencia en zona baztanesa, negada a la sumisión invasora. Cayeron finalmente los defensores de Amaiur. Fueron apresados y rompiendo toda palabra militar, su alcalde y su hijo resultaron envenenados en la cárcel de Iruña. Ya habían decapitado, como castigo a su resistencia, al alcalde de Donibane Garatzi.

Y me pregunto de qué sirvió la conquista del Católico, controlada hasta en la emisión de bulas papales para determinar la herejía de Nabarra... ¿Valió la pena la muerte de los jóvenes, propios y ajenos, el incendio y destrozo de los hogares, la evacuación que siempre está en el margen de la guerra? Ningún imperio ha otorgado felicidad pública a los suyos. Menos a los demás.

No sé que pasará con esta guerra de Putin, pero ya se han derribado edificios a golpe de dinamita, sin contar el tremendo trabajo que costó edificarlos ladrillo a ladrillo, se han obstruido carreteras construidas para el desarrollo social y de la economía, se ha logrado desabastecer los mercados, o sea, hay hambre en el pueblo y en las tropas ocupantes, lo que hace dudar del orden de su intendencia. Se ha logrado el traslado de una multitud fuera de su marco de origen. Una humanidad descolocada porque un hombre y su camarilla que mueven los botones perverso de la guerra.

Mi ama recordaba algo tremendamente simbólico de los niños vascos que dejaron Bilbao en junio de 1937, y que bajo la órbita del Gobierno vasco llegaron a Donibane Garatzi. El pueblo, amedrentado por la propaganda fascista, les calificaba de gorriak y tardó un tiempo, no mucho, en atender sus necesidades urgentes como comida, medicinas y ropa. Ama observó en aquella primera noche en que permanecían lejos de sus hogares que los niños llevaban en sus manos, bien apretados, mendrugos de pan. Tenían hambre y no los comían. Simplemente lo estrechaban contra el corazón. Era la última dádiva de sus padres en el puerto de Blbao. Para ellos era el símbolo del amor. De un rápido reencuentro. De aquella relación entrañable que alumbraba sus vidas y que los hombres de la guerra machacaban con sus bombas odiosas.

La autora es bibliotecaria y escritora

Lloraba mientras veía a los chicos rusos capturados, perplejos de semejante situación, que imploraban regresar al hogar maternal

Cierto es que construyeron lejos de Euskadi otras ‘Euskadis’. Eso expresa la magnitud de su dolor, y también de su resistencia