a paciente lectora o lector me permitirá una pincelada autobiográfica en el comienzo. Cuando era joven -o más joven-, y siempre que tenía noticias de la detención y condena de un ladrón, un violador, una asesina, un terrorista...o el fin de un conflicto bélico, albergaba la ingenua y esperanzadora idea de que a partir de ahora todo iría a mejor y que los males o tropelías no volverían a repetirse. Cuando tiempo después la filosofía se cruzó en mi vida supe que esta confianza en el progreso y en la mejora de la condición humana se llamaba Ilustración. Y ésta fue la tesis que vino a defender el serio y puntual filósofo Immanuel Kant en 1794 cuando una revista de Berlín le pidió que escribiera un artículo para explicar qué era eso. El filósofo entregó el célebre ensayo en cuyo primer párrafo afirmaba: “La ilustración significa el abandono por parte del hombre de su culpable minoría de edad”. Con esta metáfora cronológica mantenía que no podría hablarse de progreso humano ni triunfo de la razón mientras fuéramos incapaces de servirnos de nuestro propio entendimiento; mientras no tuviéramos el valor de pensar y actuar por nosotros mismos sin guía de nadie. Ser “mayores de edad” -mantenía- era hacer frente a cualquier tipo de dogmatismo, académico, religioso o político. Y concluía: “¡tantos hombres continúan siendo con placer menores de edad durante toda su vida!”.

Esta especie de optimismo histórico llegaba a su culminación pocos años después, cuando los cañones napoleónicos desdibujaban y rehacían fronteras, y el complicado Hegel, desde su cómodo cuarto de Jena, reflexionaba y escribía que la razón gobernaba el mundo, que todo ocurre como debe ocurrir, y con nada disimulada poca humanidad sentenciaba: “para que avance la historia es necesario que las botas de los grandes hombres pisen a veces flores inocentes” (identifique la lectora o el lector quiénes son hoy las poderosas pisadas y quiénes los inocentes agredidos). Son tan peligrosas ciertas filosofía atractivas que poco más de un siglo después escribía Rudolf Hess: “Hitler es sencillamente la encarnación de la Razón”.

Obviamente, no todos creyeron este mito y no tardaron en levantarse voces -en forma de arte- contra este absolutismo de la razón. Recordemos la colección de grabados que estampaba Goya en 1799 sobre los “monstruos del sueño de la razón”, o la emocionada sinfonía que Beethoven dedicaba en 1808 a la figura de Napoleón, cuyo título inicial -sinfonía Emperador- no dudó en modificar por la definitiva Sinfonía Heroica cuando fue consciente de la patética y megalómana figura a quien iba dedicada (partitura que -a buen seguro y a modo de protesta- elegiría hoy el sordo músico como himno europeo).

Quizá para comprender qué está ocurriendo en Ucrania hoy no haga falta filosofía alguna, pero sí mucha para aprender de la historia de una vez e impedir que se repita.

¡O tal vez sí haga falta la filosofía!

Atienda la amable lectora y lector a esta curiosa coincidencia: En el año 2015 salía a la luz la premonitoria publicación del profesor Michel Eltchaninoff En la cabeza de Putin, un breve opúsculo cuya introducción lleva precisamente por título Putin y la filosofía, y en la que anota cómo el líder ruso era dado a la citas filosóficas en sus cruciales discursos. En el año 2005 Putin visitó el crucial enclave de Kaliningrado, y en oratorias triunfantes salía una y otra vez la referencia a la figura de Kant, y citaba sin cortapisas el ensayo ilustrado. Lo interpretaba literalmente: “Ten el valor de servirte de tu propia razón”. Incluso su derroche de cinismo le hace decir: “Kant es el teórico de los principios de la democracia moderna y de la paz entre las naciones”.

No aburriré más con filosofías, porque el análisis debe ser más bien político, como el que hace una de las voces más autorizadas, como Carlos Taibo, cuando habla en Rusia de una “democracia de baja intensidad”, y especifica: “no es difícil explicar por qué son muchos los rusos que recelan de la democracia...En los años siguientes a 1991 la democracia se identificó de manera distorsionada con el presidente Yeltsin, en quien se apreciaba una abstrusa combinación de autoritarismo, caos, corrupción y asentamiento de agudos problemas sociales”. “Lo que está ocurriendo entre Rusia y Ucrania es tan confuso como decantarse simplonamente -otra vez Taibo- entre rusofobia y rusofilia, y que tiene su muestra en el aforismo del propio Putin: el que quiera restaurar el comunismo no tiene cabeza; el que no lo eche de menos no tiene corazón”. Preciosa frase lapidaria sin más. Esta política de tierra quemada que afirma que para invadir Kiev primero hay que destruirlo no casa muy bien con la resolución de conflictos (“primero te mato y después hablamos”). No es nuevo todo esto; recordemos la matanza en la escuela de Beslan y la muerte de más de doscientos niños, no precisamente solo por los terroristas chechenos; o el también final del secuestro del teatro Dubrovska de Moscú, en 2002, en el que murieron 170 personas.

En fin; ¡matar moscas a cañonazos! Y en ello estamos.

Decía el bueno de Freud que la civilización comenzó cuando bajamos de los árboles, abandonamos las piedras e inventamos el insulto. Triste error: ¡volvemos a los árboles y a las piedras!

El autor es profesor de Filosofía del IES Julio Caro Baroja de Pamplona