Las guerras y los conflictos bélicos suponen un gran sufrimiento humano a muchos niveles, como se ha podido ver a lo largo de la historia. 

El 6 de agosto de 1945, con la utilización de la primera bomba atómica de 12,5 kilotones, la Segunda Guerra Mundial adquiría una nueva dimensión. El 9 de agosto de 1945 tuvo lugar el lanzamiento de la segunda bomba atómica en Nagasaki, y un mes después finalizó la guerra con la rendición de Japón. 

Estos bombardeos ordenados por Harry Truman, presidente de los EE.UU., fueron el primer ataque nuclear de la historia y, hasta el momento, el único. Aunque no hay una certeza de cuántas víctimas causaron, se calcula que acabaron con la vida de más de 200.000 personas y arrasaron ambas ciudades japonesas al completo.  

A pesar de los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki, se inició una carrera armamentista nuclear entre EE.UU. y la URSS, a los que sumaron posteriormente Francia, Reino Unido y China, y más tarde Israel, Pakistán, India, Corea del Norte.

En la actualidad, según datos del Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo (SIPRI) las armas nucleares suman 13.500 cabezas nucleares, de las cuales 6.400 posee Rusia, con 1.500 activas, mientras EE.UU. cuenta con 5.800, de las cuales 1.800 están desplegadas, a las que hay que sumar las que tienen otros países nucleares, que son suficientes para acabar con el planeta, y provocar el invierno nuclear. El arsenal nuclear actual equivaldría a 100.000 explosiones como las de Hiroshima y Nagasaki. 

En esa dinámica del “y yo más…” de la carrera de armamentos entre EE.UU. y la entonces URSS entraba la necesidad de demostrar la capacidad destructiva de sus respectivos arsenales. Para ello, era necesaria la realización de ensayos nucleares, y durante este tiempo se han llevado a cabo varios miles de estas pruebas atmosféricas y subterráneas, cuya herencia ambiental la sido la precipitación radiactiva, la contaminación de buena parte de la superficie terrestre, la contribución al cambio climático por los humos de los grandes incendios y también víctimas humanas. 

Según un estudio de la Asociación Internacional de Médicos para la Prevención de la Guerra Nuclear (IPPNW), que es una organización creada por médicos y organizaciones médicas soviéticas y estadounidenses en los tiempos de la guerra fría para la prevención de la guerra nuclear y desarme de las armas nucleares, que recibió el Premio Nobel de la Paz en 1985 y que ahora está presente en más de 60 países, podrían morir 2,4 millones de personas por cáncer debido a los ensayos atmosféricos.

Con la guerra en Ucrania, se ha reavivado la posibilidad de una guerra nuclear. Aurora Bilbao Soto, coordinadora de IPPNW en un artículo publicado en la revista de Osalde (Asociación por la Defensa de la Salud) viene a decir que “la escalada de tensión que hay en la actualidad tras la invasión de Rusia en Ucrania es un indicador de que las armas nucleares pueden ser utilizadas en cualquier momento, y que la guerra fría no ha finalizado, está en stand by. La guerra nuclear no solo es posible, sino probable, y el fin de la guerra nuclear tendrá lugar cuando se eliminen las armas nucleares en el planeta”. 

Al hablar de las armas nucleares es preciso referirnos también a la energía nuclear que, a pesar de que el Parlamento Europeo la ha clasificado recientemente como una energía verde, supone una amenaza evidente. Actualmente existen en nuestro planeta algo más de 400 reactores nucleares repartidos en 30 países (16 en Europa) que proporcionan el 11% de la energía eléctrica consumida en el mundo. España tiene actualmente 5 centrales de energía nuclear activas con 7 reactores que producen casi el 25% de la energía eléctrica anualmente consumida. 

El pasado mes de febrero, la Comisión presentó un acto delegado complementario a la Taxonomía verde de la UE sobre el clima a fin de acelerar la neutralidad climática del 2050, que incluye etiquetar el gas y la energía nuclear como energías verdes. El 6 de julio, el Parlamento Europeo aprobó dicha propuesta, lo que significa clasificar a la nuclear y al gas como energías que pueden contribuir a la lucha contra el cambio climático, lo que puede suponer inversiones muy cuantiosas económicamente en detrimento de las energías renovables. Sin embargo, si bien es cierto que las nucleares emiten menos CO2 que las centrales térmicas de ciclo combinado, lo hacen mucho más que las renovables. Por tanto, no pueden ser una solución al cambio climático. 

La inclusión en la Taxonomía verde europea de la energía nuclear, supone poner a esta fuente de energía al mismo nivel ecológico que las energías renovables, que son infinitamente más limpias, aunque también tengan algunos impactos. 

La propuesta del ejecutivo comunitario ha causado polémica desde el principio hasta su aprobación final por el Parlamento Europeo, y desde ONGs como Greenpeace han manifestado su intención de llevar a la Comisión Europea a los tribunales “por adoptar una taxonomía que no cumple con los objetivos climáticos pactados en el Acuerdo de París. El gas y la energía nuclear no son verdes, y etiquetarlos como tales es un lavado de cara”, han denunciado desde la organización ecologista Greenpeace. 

La energía nuclear, como ya lo dije en un artículo publicado hace un año en este diario, no es segura, a pesar de lo que dicen desde el poderoso lobby nuclear internacional. Aunque los accidentes nucleares graves son poco probables, su impacto es de una gran magnitud. Y para ello me remito a los accidentes de Chernóbil, ocurrido el 26 de abril de 1986, y al de Fukushima, el 11 de marzo de 2011. Tampoco es limpia, porque los residuos radiactivos que producen permanecerán durante millones de años; y tampoco es barata, porque se olvidan de los costes de todas las fases del ciclo nuclear, de las subvenciones que recibe, de los gastos en seguridad, y de tantos y tantos aspectos.

El autor es experto en temas ambientales y Premio Nacional de Medio Ambiente