La diáspora vasca es como un inmenso continente flotante en nuestra memoria histórica, cuyas fronteras abarcan el marco atlántico de norte a sur y más allá. Pudo comenzar existiendo en el tiempo en que los arratzales en la caza y captura de la ballena faenaban en Terranova, siglos antes de que Colón descubriera América. Los hombres permanecían largo tiempo anual en aquellos lares gélidos, empeñados en su quehacer fatigoso. Quizá por eso, las mujeres, en la leyenda de Zugarramundi, una vez ingerido el licor milagroso que las convertía en seres volantes, concurrían a la altura del Auñamendi y de allí, favorecidas por vientos propicios, se allegaban a Terranova con el fin de calmar la nostalgia y alegrar el ánimo a sus hombres peregrinos. La ausencia de la tierra vasca producía una añoranza compulsiva y quizá sea esta la la primera referencia que podemos obtener de nuestro relato migratorio.

Pasado casi un milenio, los pueblos vascos volvieron a sufrir esa inmensa aflicción tras las guerras civiles perdidas del S. XX por la causa del Fuero, o sea de la autodeterminación, que causaron pobreza y desequilibrio social, por lo tanto, inmigración. Por primer vez y en bertsos, en los Juegos Florales de Urrugne, tenemos como tema: Montevideora dihoan euskal gaztearen bihotz-minak/ Los lamentos del joven emigrante camino de Montevideo.

Esa situación tiene un margen de tristeza, pero también un núcleo de fortaleza y la diáspora se convierte en un escenario importante del pueblo baskon en exilio. Se fundan, no más arribar, Centros Vascos/Eusko Etxeak, en Argentina, Chile y Uruguay, después Cuba, Venezuela y Estados Unidos, donde se reúnen los vascos, soportándose económica y socialmente. Además de las labores de gestión para mantenerlos activos hasta hoy día, en las largas mesas comunales de los centros, al lado de sus cocinas, se sientan a degustar los platos tradicionales del país, cantando en el idioma milenario, bailando danzas ceremoniales, fundando editoriales y periódicos que expresan su reclamo político, logrado un espacio en cementerios ajenos donde enterrar a sus muertos, levantan frontones. La pelota lanzada por las fuertes manos viriles de los pelotaris, hubo mujeres, rebotan contra la pared del frontón y con su chasquido, determinan que seguían, siguen siendo vascos pese a la obligada dispersión.

Quizá entonces, en esos momentos especiales en que los baskones se permiten soñar, fue que se acercaron a Juan Sebastián Elkano, apellido de origen nabarro. Pero lo entendieron como capitán a la orden del portugués Magallanes y al amparo de la corona española, cooperante de una aventura marítima que de Sevilla le hace descender al sur del continente americano, a la desconocida Antártida. Bautizado el Pacífico, conquistada Molucas y muerto Magallanes, Elkano es capitán de regreso, empuñando el timón de la nave Victoria, una de las cinco que conformaron la expedición original. Logra dar la vuelta al mundo, abrió el comercio de las especias milagrosas, y regresa invicto con 18 hombres al lugar de origen de la expedición. Fue distinguido por el emperador Carlos con la medalla de oro con la inscripción: Primus circumdedisti me.

Los vascos de la diáspora fijaron su atención en su regreso a Getaria, al lar natal, en plan penitencial, para agradecer en la vieja iglesia de sus antepasados el don de la vida y besar la tierra primordial. En eso se reconocían con Elkano. Mucho más que en su proeza de circundar la tierra, cosa que sabían bien que fatigaba, pues habían partido en lanchones a América y recorrido con sus rebaños las pampa infinitas de Argentina y Irigiay, las espesuras de la selva y la amplitud de llanura venezolana y las áridas estepas del norte americano, en un incansable peregrinar y, en un inteligente pacto con los propietarios originales de las mismas, demostraron una fortaleza capaz de mantener un plan de vida y una palabra de honor, pese a las circunstancias de pobreza inicial.

Los que lograron, gracias a su potente y admirable organización que generó respeto en los gobiernos americanos, fue abrir la puerta, caso de Argentina, a los exiliados de la Guerra Civil de 1936. Mis padres entraron en la Argentina en 1942 por el puerto de Buenos Aires, siendo recibidos por el gobernador de la ciudad, autoridades del Laurak Bat, y al amparo de un decreto del presidente argentino Ortiz Lizardi, descendiente de vascos, donde se les otorgaba por su identidad, reconocida en el pasaporte otorgado por el Gobierno de Euskadi, entrada franca en un país que debido a la Guerra Mundial recelaba de recibir emigración europea y se alineaba al Eje.

Los vascos trabajaron desdicha. No se rindieron. Demostraron ser una emigración eficiente que no causaba problemas al país receptor, aunque mantenían el corazón la imagen de Elkano regresando a su pueblo de origen, pesarosos por tener que vivir lejos de las casas paternales, confiscadas, por las familias rotas por la distancia... recordaba cada uno de ellos el sabor a sal del Portu Zaharra de Algorta o el aroma de los pinos de Lizarra o el bullicio de las calles de Bilbao o el refugio de las bahías gipuzkoanas... o la amplitud de la llanura alavesa, o la la altitud de los montes a los que accedieron en su juventud. Vivieron todos soñando en un retorno que no a todos llegó.

La autora es bibliotecaria y escritora