Asuntos como la ley del “solo sí es sí”, la sedición o la malversación están de moda. Es muy complicado tener una opinión clara sobre cada caso, ya que se requieren dos condiciones fundamentales y una tercera adyacente. La primera, tener amplios conocimientos jurídicos. La segunda, leer con profundidad cada una de las leyes, en especial la letra pequeña. La tercera, realizar un análisis comparado sobre cómo se legislan estos asuntos en otros países cercanos al nuestro. Al no cumplir ninguno de estos supuestos (y debido a la gran cantidad de tiempo que supone alcanzarlos), uno se tiene que limitar a comentar lo que mejor conoce y a desconfiar de las opiniones interesadas o bien para defender un partido político concreto o bien para confirmar un tipo de ideología.

En este caso, la materia a tratar es la malversación. Se trata de un delito en el que un cargo público o funcionario realizan una administración desleal o una apropiación indebida de patrimonio público. En este caso, muchos políticos han comentado que entre las dos posibilidades de malversación la más grave es la segunda. Pues bien, esta afirmación es falsa. El propósito de estas líneas es demostrarlo, aunque también hay otro más profundo, que requiere mucha atención y trabajo: aplicar el ejemplo para descubrir o intuir cuáles son las palabras o frases que se usan a menudo en el lenguaje cotidiano, sea el ámbito que sea, y son falsas. Lo que ocurre es que nos lo han repetido tantas veces que lo damos por hecho.

La apropiación indebida de patrimonio público por parte de una persona es grave, sí. Pero además es una estupidez. ¿La razón? Se supone que cuando tomamos una decisión valoramos sus aspectos positivos y negativos. Si nos vamos a ver una obra de teatro y pagamos 30 euros por la entrada, consideramos que la satisfacción o felicidad (bueno, un economista diría utilidad) que nos va a proporcionar el espectáculo es superior a la cantidad pagada.

Con esta idea, quien decide apropiarse de una comisión ilegal o de dinero público tiene poco que ganar y mucho que perder. Y más aún en ciertos ámbitos. Pensemos en Gabriel Urralburu, antiguo presidente del Gobierno de Navarra. ¿Le mereció la pena lo que hizo? Claro que no; pensemos en la imagen que ha dejado para el conjunto de nuestra sociedad. Por desgracia, existen casos de apropiación indebida en los que el resultado merece la pena: basta usar la alegalidad. Por ejemplo, el uso de las tarjetas black (retribución opaca en términos fiscales) dejaba abierto un limbo donde caros abogados buscaban resquicios para disminuir las penas de sus clientes.

Hay una estrategia mejor: repartir. Pensemos en Ángel Villar, antiguo presidente de la Federación Española de Fútbol. Se le debe reconocer un mérito: durante el tiempo que estuvo en su cargo no tuvo ningún problema en mantener su puesto ¿Cómo lo hizo? Sus aduladores podían convertirse, de un día para otro, en competidores.

Su plan era muy sencillo. Basta repartir puestos, viajes o prebendas. Si todos están contentos, mejor. Su influencia aumenta, se aparece en los medios de comunicación, su reputación no se resiente y si aparece alguna crítica no hay problema: siempre sale algún colaborador que sin dudarlo, “pondría la mano en el fuego por él”. De hecho, eso es lo que ocurrió en Andalucía: se repartían puestos, viajes y prebendas que, bueno, es menor ni recordar en estas líneas. Solo así se puede mantener esas estructuras de malversación de fondos durante tantos años. ¿Qué es mejor? Vamos a recordarlo: hay dos opciones. Uno, robar dinero público asimilando el riesgo de que nos descubran con todo lo que ello supone. Dos, repartir a los colaboradores más cercanos. Recordemos también las ventajas: tenemos aliados, la probabilidad de ganar las próximas elecciones aumenta, la influencia adquirida es mayor y además existe una gran cantidad de personas que en un caso extremo estarán dispuestos a echarnos una mano. Solo un estúpido elegiría la primera. Por eso cuando nos dicen que “la malversación más grave es aquella en la que el acusado se queda patrimonio público” parece que hay dos opciones: o nos están mintiendo o son unos incompetentes.

Sin embargo, existen dos propósitos adicionales. Uno, se trata de repetir un mensaje muchas veces para lograr que cale y de verdad, terminemos pensando que esa afirmación es cierta. Ocurre a menudo, de manera que así se logran crear asociaciones falsas en las mentes de las personas. Dos, desviar la atención de otros temas más importantes como la inflación, el desempleo, las pensiones o la inseguridad ciudadana. Todos los medios se centran o en la sedición, la malversación, la ley del “sólo sí es sí” o en el malvado régimen de Qatar. Sin embargo, existen asuntos pendientes más complejos que conviene dejar para después de las elecciones.

El foco desenfoca.

El autor es profesor de Economía de la Conducta en la UNED de Tudela