El poeta venezolano Rafael Cadenas, flamante nuevo Premio Cervantes, tiene varias reflexiones en prosa sobre la locura de civilización que estamos construyendo; hasta tal punto de locura que no podemos verla por estar inmersos en ella. Incluso somos capaces de tachar de enfermo al que señala esta realidad, como enseña el cuento El traje nuevo del emperador, recogido por Hans C. Andersen. Locura que delatan nuestros ídolos a los que rendimos culto: la técnica, la productividad, el beneficio máximo como por encima de otras realidades, e incluso a costa de ellas, considerando al ser humano un individuo instrumental a lo que el poeta llama sacrilegio como signo claro de decadencia.

No pocos siguen creyendo en un porvenir radiante en el cual los problemas serán resueltos por la técnica, sin ocuparnos de los efectos de lo que hacemos sobre el futuro, mientras desvalorizamos el presente en que vivimos. El crecimiento ya claramente insostenible, envuelto en el eufemismo desarrollo, nos está conduciendo a un callejón sin salida, tal como alertan cada día más expertos. Es la antítesis del concepto civilización que Cadenas resalta en la carencia del don del asombro a medida que vivimos con menor religiosidad, “aunque se pertenezca a iglesias”. Si acaso, el ser humano admira solo lo que hacen manos humanas. Y lo remata diciendo que nos hemos convertido en seres indigentes en lo ontológico, desconectados de la historia, que utilizamos la técnica para suplir las carencias esenciales que no pueden suplirse así, convirtiéndonos en “un sonámbulo embriagado con triunfos temibles”.

Hoy la lucha no es contra la barbarie, en genérico, sino la lucha contra la barbarie dentro de la propia civilización donde el poderío de la economía ocupa el puesto que antes tenía Dios; una verdadera hipertrofia al no concebir que la conciencia, aunque sea de mínimos éticos, pueda gobernar la sociedad. Así es como muchos de los males de esta civilización se han agravado para la mayoría de seres humanos, y sus efectos están a la vista. “El cambio constante, obsesivo, febril es psíquicamente inasimilable. El alma necesita que el mundo no se mueva aceleradamente, con la velocidad que esta civilización le impone”, afirma el poeta en labores de verdadero profeta, viendo el desarrollo insostenible que no conoce sentimientos.

Junto a esta cosificación de la existencia, el proyecto culturalmente dominador, demoniza el sentimiento de pertenencia de las comunidades nacionales locales si estas se niegan a globalizarse. Esto también es cultura que, como tal, sirve para lo bueno y para lo malo, y puede ser edificante o todo lo contrario. Puede ayudar a enfrentarnos a los retos de nuestro tiempo, o ser palanca de abusos y conflictos hasta llegar a la brutalidad. Es cierto que no siempre van unidas barbarie e ignorancia. Recordemos que el principal escenario de las dos guerras mundiales fue el continente más culto y muchos dirigentes nazis amaban los gozos de la cultura. Entonces, ¿por qué las humanidades, en el sentido más amplio de la palabra, no nos han protegido contra lo inhumano? Guerras ha habido más de quince mil en la historia... Vaya por delante que la cultura sí ha tenido un papel preponderante en la humanización, pero salta a la vista que ella sola no es suficiente.

La cultura enseña a ver que las diferencias suman, el diálogo crea consensos y la reflexión produce el asombro necesario para aprender y dirigirnos al bien común como la opción más inteligente para el crecimiento humano. Esto es innegable aunque insuficiente ante nuestras pulsiones, necesidades, contradicciones y recovecos íntimos que solo la conciencia de la que habla Cadenas y quienes actúan desde la honestidad comprometida, puede ordenar la conducta hasta convertir las debilidades en aprendizaje, en sabiduría.

La vida intelectual es muy importante como cultivo personal, si implica la voluntad de superar obstáculos como un proceso de mejora de la condición humana, al contrario de los intelectuales que llegan a ser crueles. Algunos nazis fueron un ejemplo de esto, pero otros hay bien cerca nuestro empleando su talento a la contra, o como un lujo inútil cada vez que sobreponen la vanidad y el poder social al verdadero desarrollo humano constructor de espacios de convivencia entre diferentes. Cualquier proceso de mejora -personal, social, política- implica un movimiento de los afectos alejado del mero placer intelectual sofisticado que rehúye todo compromiso; y por muy cultural que sea, no puede cambiarnos a mejor. Falta el asombro humilde, necesario en todo aprendizaje que humaniza. En consecuencia, el precio a pagar por una cultura dominante como la actual resulta muy caro por el desprecio solidario hacia los demás al basarlo todo en la competitividad. Pensemos en nuestros jóvenes y en el tipo de adultos que engendra. Es necesario insistir.