Escuché cantar Txoria txori en la graduación de mi nieto mayor en la Ikastola San Fermin. Entró en mi alma el reflejo de la melodía y el contenido de la canción que empujaba a los chicos/as a soñar futuro pues comenzaban otra etapa de estudios. Volví a oír la canción hace unos días, brotando de la garganta de más de un millón de personas en la plaza de Baiona, presididos por una Ikurriña que simbolizaba el sonido en euskera de la canción y una bandera de Nabarra que afirmaba la baskonidad de nuestro pueblo tantas veces milenario, pero siempre cantor.

Decían las gentes del sur de América donde me crié que un basko solo era un caminante, dos baskos lograban un partido de frontón y tres componían un orfeón. Recordaban que en las emigraciones del S. XIX y el XX, los baskos, en su forzada expatriación, cantaban y que sus canciones entonadas en su lengua misteriosa coincidían en remarcar la esperanza arrebatada por la guerra perdida, pero recalcaban el entusiasmo por el quehacer en la tierra nueva. Cantaban en euskera, la lengua prohibida, aún peor, desdeñada, con ese sobrenombre de vascuence que para mi sorpresa, siguen utilizando algunos en nuestros días. Y pese al magnífico descubrimiento de Irulegiko eskua, esa mano bendita que garantiza que hace al menos 2.200 años en esta tierra no solo se hablaba sino se escribía en lengua baska. Se saludaba con ella al extranjero, se recibía al vecino, se santificaba el hogar.

Los baskones hemos renunciado a morir. En cierta modo, nuestra lengua nos hace inmortales. Saber que devenimos de lo mas profundo de la prehistoria europea, sobreviviendo a los imperios que han cruzado nuestras fronteras, renaciendo en Orreaga como reino invicto frente a un Carlomagno arrollador e imperialista. Nos refuerza en la lucha democrática de seguir existiendo, de creer que nuestras leyes o fueros, son de justicia, que las fronteras no son de defensa sino de encuentro, caminos abiertos al trafico humano y mercantil. Que nuestros caseríos situados en lo mas alto de nuestras verdes montañas, generaban un modo de vivir donde cada quien tenía un lugar honorable. El caserío es una de nuestra invenciones mas perfectas: daba trabajo a hombres y mujeres, protege a niños y ancianos, cultivaba la tierra propicia, servía para pastorear del ganado, señal de nuestro nombre no por una década ni una centuria, sino para la eternidad. Lo afirmaba aita Miel de Barandiaran.

Una lo iba asimilando en el largo exilio de los aitas, donde jamás hubo rendición ni faltó la canción. Se entonaba con entusiasmo en el sur, en esa extensa geografía de pampa verde, el Gernikako Arbola, pues por ahí peregrinó el bardo Iparragirre, armonizando con su guitarra la de los papayadores de las pulperías, himno a un árbol libertario, símbolo que nos honra como pueblo. Se entonaba con respeto ceremonial el Agur Jaunak, nacido en los frontones de Lapurdi, con su audaz letra democrática, y el himno basko que nos hizo Arana Goiri, rescatando la melodía magistral del Durangesado. Había otras muchas canciones que se entonaban a mi alrededor, niña que crecía lejana a la patria de mis aitas, ubicada a la otra orilla del Atlántico. A toque de txistu y tamboril las canciones se volvían vitales, los hombres y mujeres sonreían y se mantenían unidos en la nostalgia del paraíso perdido, o sea, Euskadi. Lo curioso es que aun en América, sea Argentina, Uruguay o Venezuela o Estados Unidos, los viejos músicos y cantores siempre tenían, tienen, sucesores. Bastaba un abuelo basko para poder empuñar un txistu, entonar una canción. Junto a los trinquetes o frontones que se levantaron en el exilio baskón jamás faltó ni falta, el arrullo de nuestras canciones e instrumentos primordiales. Sea en forma de dulce canción de cuna, o de trepidantes marchas que recordaban el jolgorio de las fiestas veraniegas. Esa resistencia a no perder la identidad inicial hace que en América se respete a la humanidad baskona. No es una afrenta sentirse baskon, es simplemente una demostración de lo que uno o una es. Es un modo democrático de ser entre los otros modos democráticos de ser, diferentes pero armónicos con esa especie de la que formamos: la humana.

La canción Txori txoria me une al recuerdo, pues se la oí cantar de un familiar recientemente fallecido, Fermín Etxaniz Ibarra. Se durmió para siempre en la cama donde había descansado muchos años y, por primera vez, dejando de cantar. Se había sentido baskon desde que nació, pero le tocó represión en la Iruña de su niñez y juventud por las condiciones políticas adversas y entonces, poseedor de una bella voz, se dedicó a cantar, un modo de expresión. Cantaba con sus amigos de cuadrilla, cantaba por las calles de la vieja Iruña tratando de recobrar desde el viejo empedrado las voces de sus antepasados, cantaba, era mendigoitzale, subiendo a los verdes montes de Baztan, suplicando a los vientos que no se llevara la canción baska mas allá del la niebla del mar. Cantaba Fermín porque en su alma pulsaban resonancias baskonas y no las quería perder. No solo porque eran las suyas, las de su herencia, sino porque le parecían buenas para la humanidad.

Como el txori de Laboa, se ha ido el amigo pero sin perderse. Aletea como nuestra canción de pervivencia. Que es un modo de eternidad.

El autor es bibliotecaria y escritora