“¡Eh lean! ¿Cómo estás realmente?”. Viajando por Canadá, me sorprende el cartel: un hombre con barbas y auriculares. Leo: tres de cada cuatro suicidios en ese país son hombres, la misma estadística que en España. Asocio: los cursos que coordino como docente y a los que asisto tienen un máximo de tres hombres y siete mujeres. ¿Dónde se meten los hombres? El cartel, que veo repetidamente en la puerta de cafeterías, va dirigido a ese hombre al que se ve últimemente poco en sus círculos sociales. Me resuena la palabra “realmente”. ¿Estamos ante la soledad de los hembres? ¿Estamos pudiendo comunicarnos “realmente”? Me vienen a la mente dos imágenes. La primera. Un hombre está solo en casa. Se siente profundamente solo, sin saber dónde lanzar su fino hilo de seda que le conectaría con otro ser humano. Tener un rostro frente a mí que reacciona a mis palabras, que sonríe, que le sonríe, que me hace viajar, que mueve mis imágenes interiores, me roza el hombro con su mano. ¿Estamos preparados para llamar a ese amigo que no vemos últimamente? ¿Estamos para preguntar y escuchar como se siente “realmente”? Mientras escribo esto, sentado en una terraza, cruza una pareja con chalecos; leo en sus respectivas espaldas: protector , protectora. En una ocasión, en Málaga, me acerqué a que me abrazara un hombre que se anunciaba con “Abrazos gratis”. No es fácil decir que necesitamos un abrazo. ¿Se nos puede leer el “Abrazos gratis” en la frente, “Protector” en la espalda? ¿Estamos preparados, particularmente hombres, para escuchar cómo se sienten nuestros amigos? Puede ser difícil escuchar el dolor, la tristeza y las ganas de no vivir. No tenemos que resolverlo, no tenemos que dar una respuesta mágica que lo cambie. Sólo tenemos que escuchar sin dar consejos, sin criticar, sin sentirnos incómodos; disfrutando del honor de la confianza que ese amigo nos regala. Si se lo agradecemos, también mejor. No os lo creéreis: mientras escribo esto, escucho en la terraza: “no te asustes, me he querido tirar por la ventana”. La persona es una mujer. Lo cuenta y pide que no se asuste a su interlocutor, hombre. Tenemos muchas formas de prevenir el suicidio. Contemos a nuestros amigos lo que nos pasa y ellos nos lo contarán cuando estén mal. Eso me trae la segunda escena de soledad masculina. Un grupo de hombres habla sin decir nada. Muchos de ellos se sienten solos. Somos capaces de hablar y no decir nada. Somos capaces de oír sin escuchar nada. ¿Somos capaces de preguntar a nuestros amigos y conocidos: “como estás realmente?”. Sí, eso puede ser el comienzo de la fuerte aventura, no sé si grande, de acompañarle empáticamente. Eso nos pueda llevar a sentinos tristes por nuestras propias cosas. ¿Estamos para ello? Si lo estamos, ¿podemos contarle lo nuestro? Probablemente le hará bien. Hay más aventuras; es posible que, en un momento dado, nos sature emocionalmente. Entonces tendremos varias opciones, todas de valientes: ¿cambiar de tema? ¿marcharnos? Tal vez desnudarnos un poco más diciendo que en tema nos remueve demasiado. Sigo con lo que pasa a mi alrededor. Se sienta cerca un buen grupo. No miento: la cofradía musical de San Saturnino (Pamplona). Todos están felices, acaban de tocar y cantar en la plaza del Castillo. La gente se arremolia para sentir ese calor. El grupo es clave. El grupo de amigos, el del curso de lectura, el de... Nacimos en un grupo que sentó las bases de cómo abordamos el enorme desafío que es nuestra vida: el grupo familiar. Esto me lleva al reciente aumento del suicidio en adultos jóvenes: casi un tercio. En esta estadística a prevalencia aumenta en hombres: un 81,5%. Son cuatro de cada cinco, contra el tres de cada cuatro de la citada al principio. El grupo es clave en esta edad. Y en cuestión de terapias la terapia de grupo es fundamental. “Cantan, ríen, lloran... con claveles de pasión”. Los de San Saturnio están cantando. No se le puede pedir más a la vida. Las lágrimas se me escapan, me voy a cantar.

El autor es psiquiatra