El pasado 4 de octubre, israelitas del grupo Mujeres Activas por la Paz (Women Wage Peace) y palestinas, Mujeres del Sol (Women of the Sun) hicieron un pronunciamiento conjunto por la paz. Sus voces musicales intentaron sobrevolar desde el árido espacio a orillas del Mar Muerto, atravesar mares y montañas, romper fronteras, tremolar corazones, despertar inteligencias. Enunciaron: “... nosotras, las madres palestinas e israelíes, estamos decididas a detener el ciclo de derramamiento de sangre y cambiar la realidad del conflicto entre los pueblos por el bien del futuro de nuestros hijos...”. Sucedió antes del ataque de Hamás y de la contraofensiva de Israel, y las voces femeninas quedan sumergidas en el horror del conflicto bélico.

Eran un valioso reclamo de las donantes de la vida. De esa mitad de la población que engendra y da a luz, amamanta y enseña a sonreír y dar los primeros pasos a criaturas que tienen derecho a otear horizontes con amaneceres y atardeceres, y a saber que hay canciones a entonar, relatos a redactar, poesías a escribir, trabajos a realizar, misiones que cumplir. Que el tiempo de su existencia debe cumplirse en función de sus ambiciones, adoptando decisiones libres de los manejos de quienes se arrogan el derecho de torcer sus vidas con la violencia. No se explica el duro y largo trajín del nacer y la crianza del ser humano con el segundo que se tarda de morir de un tiro. O de una explosión. O padecer sus secuelas, físicas y mentales, de por vida.

De la ventana de cada gozo de la visión idílica que me otorga el atardecer de Eguesibar, que aun en días nublados recibe el milagro de un rayo de sol dorando la copa de los árboles. Y advierto el paso de la primera bandada de grullas que cruzar el cielo, rumbo al sur, pregonando el invierno que nos viene. Pienso en mis nietas/os, que eligen estudios superiores en euskera en vez de empuñar armas, que caminan libremente por nuestras pueblos, que comen tres veces al día, rodeados de amor y seguridad. No siempre fue así. Tuvimos una última guerra civil que trastornó nuestra conducta, preámbulo de la gran guerra mundial que cambió el orden universal. Unos, dueños de las armas, represaliaron a otros en nombre de doctrinas totalitarias en boga, y se fusilaron alcaldes y sacerdotes en la tapia de nuestros cementerios. Lo estamos recordando con dolor en estos días. Mujeres como Maritxu Vizkarret, fundadora de la primera ikastola en Iruña, fue suspendida de empleo y condenada al oprobio, mientras otras se encaminaban al exilio, por delitos similares. Transmitir la lengua materna, derecho humano esencial, fue severamente castigado.

Las mujeres no claudicaron. Alejadas del trabajo remunerado debido a la lamentable política feminista de la España de Franco, copia de las nazis, fueron caminando a paso corto pero firme en la construcción de sus ideales. Trataron de elaborar desde su afán clandestino, un futuro óptimo en el circulo de las tareas de perpetuación de la especie a las que estaban inscritas.

Hay un colectivo de mujeres que llama mi atención sobre los muchos que me interesan y que reclaman derechos civiles: la plataforma Oneka, fundada a finales de 2018. Lleva el nombre de la madre del primer rey de lo que sería Nabarra, Eneko Aritza, lo cual tiene para mí simbología mayor, y se pronuncia por el derecho de las mujeres a una jubilación digna de 1.080 euros. Afirman que la pobreza tiene nombre de mujer.

Tal reclamación es justificada, más cuando muchas de estas mujeres no fueron preparadas, en el país no había universidades, por la dictadura interesada en mantener en punto muerto a la mitad de de la población. Estaban sujetas a condiciones de pobreza pero realizaban trabajos valiosos de manutención de sus hogares, crianza de hijos y cuidado de los mayores. Vemos ahora que esas tareas ejercidas por siglos y hasta nuestros días y que resultan el mantenimiento de la especie, empiezan a ser revalorizadas: la educación ha adelantado espacio y un niño/a puede ser escolarizado tempranamemte, pero el cuidado de los mayores no es tema señalado. Estaban, están, los ancianatos que demostraron en la pandemia padecida que no eran perfectos para albergar a los ancianos/as. Murieron miles en el Estado español por falta de atención y no solo sanitaria, sino afectiva. Un ser humano al final de su vida necesita recordar a un interlocutor interesado el hilo del relato de su vida. Que se le festeje por su existir y existencia, alejando el temor al silencio de la muerte que viene.

La pobreza de las mujeres que no reciben su pensión compensatoria por parte de una sociedad que tal cosa les debe, reduce a la comunidad total, achica su contenido espiritual, embarga su solidaridad emotiva, quebranta su equilibrio. Reconocer los valores de nuestras mujeres puede dar a la joven lanzada a una vida laboral, un reempuje de entusiasmo en su viaje vital. Mental me voy a Safo, la griega, primera poetisa y que desde su isla de Lebos dijo aquello que si la mujer fuera un bien, los dioses no serían inmortales.

*La autora es bibliotecaria y escritora