Tercera parte del sueño de una piedra. Estaremos más o menos de acuerdo en que si hay algo de ensoñada vida en una piedra, ésta se encuentra al interior de esa imperfecta esfera en que se desarrolla la nuestra: la Tierra. Un compuesto de mineralógica variedad que nos sustenta, aunque no se sepa a ciencia cierta –no obstante, las aproximaciones calculatorias–, por cuánto tiempo. La misma a la cual James Lovelock dedicara un ensayo con el título de La venganza de la Tierra, prologada por Crispin Tickell preguntándose por quién y qué es esa tierra que el primero denomina en su interrelación con el humano como Gaia:

“El Qué es la delgada capa esférica de tierra y agua que existe entre el interior incandescente de la Tierra y la atmósfera superior que la rodea. El Quién es el tejido interactivo de organismos vivos que la ha habitado durante más de cuatro mil millones de años. La combinación de ese Qué y ese Quién y el modo en que uno afecta continuamente al otro, es lo que se ha bautizado con el apropiado nombre de Gaia. […] La diosa griega de la cual procede puede sentirse orgullosa del nuevo sentido que ha adquirido su nombre”. Por cuestiones que seguramente tienen que ver más con el azar que otra cosa, gaia (en euskera) se denomina a la materia y al tema. Asunto que no debería pasar desapercibido, puesto que éste es el tema y materia que ha de condicionar el futuro de eso que el animal humano denomina humanidad. Y por Gaia, nuestra cultura gusta nombrarla como Ama Lur, dícese la Madre Tierra, la Pachamama incaica y andina, adorada por todos ellos, no obstante la pesimista visión, en esto, de Lovelock, de inicio influenciada por el biólogo E.O. Wilson, definiendo al hombre y su cultura como esa especie tribal y carnívora. Y al respecto determinando, frente al humanismo bienintencionado, el que estemos “programados por nuestra herencia para considerar las demás cosas vivas básicamente como comida, y para que nuestra tribu nacional sea para nosotros más importante que cualquier otra cosa”. Algo, por otro lado, que entre los animales es moneda de cambio corriente y que parece apuntar a una inclinación hacia el nefando mundo del darwinismo social, en la que vascos y navarros, al menos desde Aymeric Picaud con su detallada descripción, habrían de participar ceremonialmente como consumados maestros ejercientes de un tribalismo menor, más o menos igualitario, no constituyendo en ello, sin embargo, excepción. Y, por lo mismo, denuncia el que en la predominante tribu global, sistemáticamente basada en la predación: “Todavía nos [resulte] ajeno el concepto de que nosotros y el resto de la vida, desde las bacterias a las ballenas, formemos parte de una entidad mucho mayor y más diversa: la Tierra viva”.

No tomar conciencia de esta perentoria urgencia, en el criterio de Lovelock, habrá de abocarnos indefectiblemente a la regresión hacia una valorada de manera peyorativa nueva Edad de Piedra.

Existe en tierras escocesas un monolito de culto picto, el más grande de cuantos se dan en el área, al que llaman Piedra de Sueno (Sueno’s Stone), que si bien no responde a tan remota era, siendo medieval, sí pertenece a una de tantas manifestaciones de algo así como la descriptiva, simbólica y épica lito-cultura: cultivo de la piedra, realizada por humanos pintados vinculados a diferentes colectividades celtas. Ejemplo también en el que de alguna forma fuéramos pioneros de lo que ahora tan de moda se ha puesto, mencionar bajo el uso del concepto mapear, tanto accidentes y fenómenos topográficos, biológicos como mentales, con la piedra encontrada en la cueva de Abauntz, en el año 2009, datada en el mismo desde nada menos que hace 13.660 (habiendo sido publicado por la prestigiada revista Journal of Human Evolution). En otros lugares he escrito sobre la épica escultórica del monolito recién inaugurado dedicado al mariscal Pedro de Navarra, en nuestra localidad de Uharte, o, salvando diferencias, del lírico vuelo de una flor en que consiste la metafórica representación de una mariposa en multiplicidad de artistas plásticos. Por cierto, referido a la épica de la inmolación, el verbo castellano litar significa hacer un sacrificio agradable a la divinidad. Todas ellas creaciones fruto de la disonancia cognitiva y la alucinación controlada de las que habláramos con anterioridad.

Nuestro planeta es algo así como una gran piedra en cuya superficie se dan las condiciones adecuadas para el surgimiento de líquenes, musgos y, a partir de ahí, tan sólo como una de las muchas hipótesis dadas, todo lo demás. Lovelock viene a manifestar esta “alucinación controlada” (en Anil Seth) que constituye nuestra conciencia, dando lugar a culturas y civilizaciones, fuera tradicionalmente asimilada por el planeta hasta tiempos bien recientes que la eclosión poblacional y determinados avances tecnológicos de la modernidad no ha hecho sino descontrolar. Es por lo mismo que E.O. Wilson, continuando la senda marcada, en ficción literaria con ánimo de ilustrar el proceso, polemiza con un presunto pastor baptista, recordándole como desde posiciones contrarias, bien pudieran estar “de acuerdo [con él] en que en algún momento de la historia la humanidad perdió el rumbo”. Y en esto, también, parece coincidir con el aserto de Castaneda sobre nuestro mayúsculo atrevimiento basado en la ignorancia del conocimiento, tomando el lugar del evangélico pastor cuando interroga de forma matizada: “¿Coincide conmigo, reverendo, en que la complejidad de la naturaleza excede en gran medida la imaginación humana? Si Dios parece inescrutable, también es inescrutable la mayor parte de la biosfera, al punto que los biólogos no cesan de repetir que comprendemos muy poco del mundo viviente que nos rodea. […] La naturaleza encierra mundos desconocidos y nos reserva innumerables descubrimientos, entre ellos, la solución del misterio por excelencia: el sentido de la vida humana”.

Démosle, por tanto, una oportunidad. En todo caso, de su lectura habrá de derivarse al menos una matérica piedra de toque con la que poder discernir la autenticidad del preciado metal conducente, así también, a la conveniente toma de conciencia sobre todo lo que nos jugamos cuando abusamos del convencimiento de la infalibilidad de la ciencia en su aplicación ideo-tecno-económica divinizados por el humano como si de una religión se tratase, inconsciente fruto, sin duda alguna, de una disonante cognición.

*El autor es escritor