Este año me es muy difícil decir: Feliz Navidad. Lo siento. Ni deslumbrado por las lucecitas parpadeantes de las calles ni sobreestimulado por la propaganda y los medios de comunicación, me sale decir: Feliz Navidad. A través del espumillón multicolor de ventanas y escaparates contemplo con extrañeza cómo la gente camina apresuradamente, estresada para comprar compulsivamente, agobiada por preparar comidas y cenas donde algunos tienen que trabajar mucho (la mayor parte mujeres, es una realidad) para que todos comamos demasiado. Ya no es que hayamos olvidado que recordamos el nacimiento de un judío rebelde que echó un órdago a los poderes religiosos y políticos de su tiempo y lo perdió, es que parece que hemos olvidamos también la celebración del sol invictus, signo que nos recuerda una naturaleza en continua muerte y siempre en resurrección. Nos han convertido en seres unidimensionales con unas orejeras bien puestas: producir y consumir.

Me pregunto qué pensarían los que bracean en un cayuco tras naufragar en el intento de buscar el pan de cada día, una vida con un mínimo de dignidad, si viesen nuestras mesas repletas de manjares y en las que no cabe ni una copa más. Me pregunto qué pensarían todos padres y madres que lloran a sus hijos muertos en guerras en las que no tenían ni arte ni parte y en las que alguien los alistó forzosamente, si viesen nuestras casas decoradas de pino o acebo, de pecas de confeti y con portal de reyes, mula y buey incluidos; y a nosotros con esa sonrisa profidén que no debe faltar porque alguien ha dicho “llegó Navidad” y decretado que tenemos que ser felices, comamos o no perdices. Me pregunto qué pensarían esas mujeres maltratadas y golpeadas por sus maridos y parejas y que no tienen recursos psicológicos ni económicos para independizarse, si nos viesen correr cargados de bolsas con perfumes caros, cremas exfoliantes y unos regalitos inútiles que, para no tener que quitarles el polvo, pronto acabarán en el contenedor de la basura. Me pregunto qué pensarían los que caminan horas para llenar un humilde botijo de agua o trabajan duramente la tierra para extraer unas míseras raíces si nos viesen viajar a exóticos lugares para celebrar el cotillón de fin de año porque, oye, qué vulgaridad eso de que el fin de año te sorprenda en tu casa con tu madre o tu suegra ancianas hablando de sus achaques o con el pelma de tu cuñado o cuñada amargándote el mazapán con sus politiquerías…

Parece que vivimos momentos de insensatez colectiva. Al contemplar a esta mala bestia que es el ser humano no me sale decir: Feliz Navidad. Lo siento. Lo único que se me ocurre decir que todavía hay esperanza. Que hay gente que no se deja engatusar por la propaganda invasora, ni sigue pensando que celebramos la mítica llegada del hijo único de Dios para redimir los pecados del mundo, sino la de un valiente que desenmascaró una religión meramente ritual y desafió a los poderosos de este mundo. Que hay personas bien nacidas, de sanos sentimientos, aunque sean ajenas al mundo religioso, pero que trabajan desde el silencio y la discreción por construir un mundo un poquito mejor. Que hay gente que celebra estas fiestas con sencillez, con cierto sentido de la austeridad, con una alegría que brota desde dentro al sentirse en comunión con los demás y con la naturaleza. Hay esperanza al comprobar que este homínido tan poco humanizado, llamado sapiens, tiene la posibilidad de que brote del manantial de su interioridad el agua viva y fresca de la compasión y de que despliegue su ilimitada capacidad de amar. Esa es la única posibilidad de mi felicitación, de poder decir algo con sentido. Los únicos motivos para darnos palabras de ánimo y consuelo y no repetir esa cansina, manida, desgastada y huera frase de: Feliz Navidad.

El autor es exprofesor de Humanidades